Los que fuimos padres a principios de los años ochenta lo tendríamos que haber visto venir. A nuestros hijos no les interesaría la cultura americana tanto como a nosotros. Habíamos crecido bajo su hechizo. Los más conservadores, bajo un arco cultural —cinematográfico, al menos— que iba desde Lo que el viento se llevó a las comedias edulcoradas de la Metro Goldwyn Mayer o el universo tradicional de Disney, pulcros escaparates del American Way of Life. Y los más iconoclastas, con el imaginario fatalista y mugriento de esa cultura popular que había nacido con el pulp y seguía viva en el cine independiente de los setenta filmado en un áspero Eastmancolor heredero del blanco y negro de la Warner. Nada de eso parecería atraer a los que nacieron bajo el hálito de Reagan y Teacher, aquella siniestra pareja de momias posmodernas recubiertas de laca y colorete. No habíamos sabido verle la gracia a Heidi o a Mazinguer Z, unas cutreces con las que la televisión nacional había empezado a rellenar el horario infantil durante la década anterior. Las burradas del Coyote para hacerse con el Correcaminos, el cinismo del Conejo de la Suerte, la habilidad para atraer la desgracia del Pato Lucas o la mala baba de Piolín, protagonistas de unos cortos mil veces repuestos en televisión, seguían pareciéndonos mucho más atractivos que lo que mostraban aquellas toscas producciones asiáticas. Y diez años más tarde seguíamos sin verle la gracia a Dragon Ball o al Comando G mientras a nuestros hijos les caía la baba con aquellos dibujos aniñados y toscamente animados, sin darnos cuenta de lo que eso significaba.
En la década de los ochenta, quien iba por primera vez a los EE. UU. se encontraba inmediatamente en terreno conocido. Todo aquello lo había visto muchas veces a lo largo de su vida, e incluso sentía haberlo vivido a través del cine y la literatura. Entonces todavía sentíamos muchos la llamada casi imperiosa de ir allí. Esto ha dejado de ser así mucho antes de lo de Trump. Muchas cosas estaban dejando de ser lo que creíamos. Nosotros habíamos pasado de Humphrey Bogart a Woody Allen parodiándolo en Sueños de un seductor, sintiendo tanta atracción por el uno como por el otro, y no nos dábamos cuenta de cómo se iba desventando la cosa. No nos dábamos cuenta de cómo encandilaba a nuestros hijos ver a Son Goku congelado en el aire a punto de descargar sus místicos poderes. Los Simpson no conseguían derribarlo. Nacidos tanto para criticar la cultura estadounidense como para apuntalar sus valores más básicos, y dotados de una narrativa más orgánica y compleja que la de los dibujos de la Warner y Tom y Jerry, los Simpson resultaban atractivos para los adolescentes, pero no tanto como para desbancar a los héroes del anime o a ciertos personajes orientalizados, como Las Tortugas Ninja, con los que los yanquis se hacían la competencia a sí mismos. Otro tanto ocurría con ciertas lecturas. Uno se desesperaba al ver que aquellos tebeos —Flash Gordon, El Príncipe Valiente, Spirit— magníficamente ilustrados por Alex Raymond, Hal Foster o Will Eisner, que tú considerabas el culmen del arte occidental y uno de tus más estimables legados, acababan en un rincón, sepultados por unos despropósitos gráficos llamados manga, cuyos personajes estaban rodeados por todas partes de líneas cinéticas, tenían unos ojos gigantescos permanentemente acuosos y mostraban unas expresiones esquemáticas y caricaturescas. Los mismos personajes, o parecidos, que salían en las consolas que venían con el marchamo made in Japan que tú acababas comprando vencido por la presión social, en las que tu hijo acababa hundiendo literalmente la cabeza en pos de Mario, Sonic o Pikachu.
No lo veíamos —puede que algunos sí—, pero todo aquello era geopolítica. Aquellos cambios culturales estaban prefigurando el fin del soft power norteamericano y el inicio del chino, del que los productos tecnológicos y culturales japoneses se revelan ahora como un preludio. Japón empezó como lo hizo China después, sobre la base de su mano de obra barata y un desarrollo tecnológico acelerado que les permitió entrar a formar parte de las redes comerciales lideradas por Occidente y que, en el caso de China, haría que acabaran captando la mayor parte de la producción industrial. Nosotros seguiríamos atrapados para siempre en el imaginario cultural con el que Estados Unidos nos había seducido a lo largo de todo el siglo XX, mientras que las generaciones más jóvenes irían volviendo la vista, poco a poco, hacia Oriente, porque era de allí de donde surgían las novedades que les tenían cautivados. El potencial de Japón, limitado entre otras cosas por su condición de país vencido en la Segunda Guerra Mundial —como su excolonia Corea del Sur, a raíz de la guerra subsidiaria entre bloques de los años cincuenta—, si a estas alturas no se ha agotado, al menos parece haberse estancado, mientras que el de China apenas empieza a despuntar. Es cierto que a lo largo de las últimas décadas no nos ha llegado de allí prácticamente nada que incorporar a la cultura popular (o popularizada). Su cocina, las películas de kung-fu, las mucho más minoritarias de Won-Kar-wai o ciertas películas de festival, ya son referencias antiguas o provienen del occidentalizado y escasamente representativo Hong Kong británico. Si existen iconos populares en la China continental, no parece que tengan prisa por atravesar la frontera o que tengan la capacidad de hacerlo. O puede que sea porque no les gusta dar el cante, y por eso cuando compran el bar Manolo no le cambian el nombre y se ponen a hacer la misma tortilla de patatas que hacía Manolo. No quieren enseñarnos nada, sino darnos lo que queremos y hacer negocios. De ahí que le pongan queso al sushi. Pero puede que estén ofreciendo al mundo algo mucho más eficaz desde el punto de vista propagandístico que, como siempre, no sabemos ver.
China apenas genera contenido, pero fabricando trampas para ratones digitales es tan buena como el que más. TikTok es, o ha sido durante años, la aplicación más descargada de la tienda de Apple, y Alibaba (AliExpress) en algún momento ha superado en facturación a eBay y Amazon juntas. En general, desarrollan ya unas herramientas de inteligencia artificial, como DeepSeek, que son tan brillantes o más que las que salen de Silicon Valley. Hace tiempo que, cualquiera que sea el cacharro que gires, te encuentras con una etiqueta que reza made in China, eso a nadie se le escapa, pero, además, a nadie mínimamente informado se le pasa por alto que en China se están haciendo las obras de ingeniería civil más sorprendentes del planeta, que tiene la red 5G más extensa, que en cuestión de tecnología computacional nos está comiendo la tostada, y también en medicina (al parecer, están cambiando las agujitas d’acupuntura por brazos robóticos), que va muy por delante de Occidente en energías limpias y en automoción eléctrica, o que tiene su propia estación espacial. Son cosas que circulan por internet troceaditas en memes que llaman mucho la atención. Y todo ello mientras las condiciones de vida de su población mejoran a un ritmo que no parece que vaya a verse afectado por programas políticos a corto plazo. Que se alegue que esto último se debe a la falta de democracia no habla, precisamente, a favor de la democracia. En definitiva, todo da a entender que aquella parte del mundo parece funcionar más que bien a pesar de la mala fama de su régimen. Y la hostilidad hacia China es de una eficacia dudosa. Que los que intentan hacernos creer que China es nuestra enemiga sean los mismos que, según latitudes, no proporcionan cobertura sanitaria universal o la están privatizando a toda prisa, igual que la educación, o son incapaces de ofrecer un salario y una vivienda dignas a una población que se empobrece a la carrera, o que tienen siempre la palabra guerra en la boca, seguramente no ayuda a que la sinofobia arraigue. Máxime cuando los chinos, lejos de mostrarse agresivos, exhiben una impasibilidad oriental digna del diabólico Fu Manchú y una sagacidad que rivaliza con la de Charlie Chan, aquellas celebradas caricaturas racistas de las que, seguramente, los chinos también aprendieron alguna cosa.
0