Ser gordo o estar gordo
Fui un niño y un adolescente delgado a pesar de mi alimentación y un adulto obeso. Hoy mi entorno me definiría como una persona delgada. Les traiciona la perspectiva, la báscula me ha devuelto 93.5 KG justo en la línea en la que antes de los 30 empecé a caminar con paso firme hacía la obesidad mórbida. La razón de este artículo es compartir con la audiencia del periódico la reciente experiencia de ser tratado con tirzepatida. Debo subrayar que, para mi tranquilidad ética, se me dispensa Munjuaro, que no es un medicamento subvencionado, aunque debería estar entre ellos. El tiempo y los estudios dirán, pero lo cierto es que dar el salto de la obesidad mórbida y la potencial cirugía bariátrica a obtener un resultado similar al que se consigue con ella, constituye una experiencia emocionante que renueva mi fe y compromiso con la ciencia y la investigación. Y no sólo esto, hacerlo sin riesgos graves, -al menos en mi caso-, y sin la ansiedad o la angustia que acompañó mis anteriores experiencias está resultando un nuevo modo de abordar el problema.
Ahora que se anuncia la decisión del Gobierno de España de introducir racionalidad en la dieta escolar creo que es el momento de reivindicar políticas públicas estructurales en este ámbito. El Gobierno de España da los pasos correctos a la hora de definir cómo debe articularse la dieta en los comedores escolares, prohibiendo cierto tipo de vending en estos entornos y promoviendo políticas públicas que de algún modo recuerdan a las campañas antitabaco. Será también fundamental el compromiso de la escuela a la hora de educar, no sólo a las niñas y niños, también a sus padres. Desgraciadamente no es la única medida necesaria.
No hace falta ser un experto para entender que existe una alta probabilidad de que en las últimas dos décadas nuestra población haya añadido a factores tradicionales, como la crisis económica y la pobreza, el crecimiento del consumo de ultraprocesados y el sedentarismo y las pantallas. Hoy abundan en nuestros supermercados alimentos baratos que incluyen azúcares o grasas perjudiciales. Mientras, el coste de los alimentos sanos no para de crecer. La socialización del centro comercial y comida rápida es
seguramente la única al alcance de millones de personas en el umbral de la pobreza. Finalmente, y seguramente la lista de riesgos sea mayor, parece que caminamos de regreso con paso firme a la Antigua Roma, a las infraviviendas sin cocina. Pero ahora alimentadas por comida basura y platos precocinados y ultraprocesados que se recalientan en un microondas. La obesidad de mi generación, y la que está por llegar, anuncian una epidemia de enfermedad y dolor que difícilmente podremos sustentar con el presupuesto público.
Por otra parte, como señala el Informe del comité de personas expertas para el desarrollo de un entorno digital seguro para la juventud y la infancia el impacto de las redes sociales impone una normatividad estética cuyos efectos en la conducta alimentaria no son en absoluto desdeñables. No podemos confundir salud, u obesidad, con la apariencia falsaria que las compañías y el colectivo influencer transmiten a la sociedad. Deben ser puestos frente al espejo: son causa de intolerancia, acoso, dolor, enfermedad mental y en casos extremos de la enfermedad y la muerte. Y esto, no debe tolerarse. De lo contrario, en lugar de prevenir la obesidad y promover una cultura alimentaria adecuada podríamos correr el riesgo de que la nueva medicación sirva para promover la búsqueda asistida de cuerpos normativos, desde una normatividad impuesta, enfermiza y al servicio del negocio.
Por último, las políticas de igualdad y la reducción de la pobreza constituyen sin duda el elemento nuclear. El incremento del salario mínimo interprofesional y el esfuerzo de contención de precios en la cesta de alimentos básicos no deberían ser considerados desde una visión cortoplacista. El sentido común es incompatible con una visión a largo plazo que garantice la sostenibilidad de nuestra sociedad. Es muy sencillo vender la idea de que pagar impuestos es algo pernicioso. En nuestro caso, y desde esta visión, el gordo merece lo que le pasa por su falta de voluntad, por su incompetencia por su debilidad. Y yo, contribuyente joven o de mediana edad sano, no tengo porque correr con los gastos de su glotonería. Pero esto es una falacia. Hasta el más sano de esos contribuyentes enfadados que creen que se les roba envejecerán y necesitarán cuidados que excederán con mucho su propia contribución y, sólo entonces, entenderán la grandeza que implica el modelo de un Estado Social que socializa el coste de la enfermedad y al redistribuir la riqueza y promover una mayor calidad de vida contribuye a la minoración del riesgo. ¿O es que nuestra sociedad de profundas convicciones judeocristianas podría soportar un mundo en el que al que al pobre gordo y viejo se le abandone como infrahumano?
La ciencia abre un rayo de esperanza que las políticas sociales deberían completar. Será sin duda complicado encontrar el punto de equilibrio presupuestario que permita abordar los aspectos clínicos con fármacos que por primera vez han abierto una opción que parece viable. Ya lo fue antes con otros medicamentos. Pero, si lo que prometen los estudios es cierto, los beneficios para la salud cardiovascular y respiratoria de la población, los efectos estructurales sobre nuestra masa corporal, el impacto en enfermedades como la diabetes y la mejora en la movilidad, apuntan la necesidad de incorporar cuanto antes estos medicamentos al sistema de previsión y ponerlos al alcance de la población afectada sin menoscabar o poner en riesgo a las personas diabéticas. A la vez, el modelo de sociedad que alentó la Unión Europea debe mantenerse y prosperar garantizando nuestros derechos. Reducir la obesidad no es lo mismo que cronificarla. Ahora que la farmacopea nos ofrece soluciones deberíamos impulsarlas sin olvidar que el objetivo último no es otro que la igualdad, la dignidad y el bienestar del ser humano.
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