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Opinión - Política sin complejos… y sin escrúpulos. Por Esther Palomera

Próxima parada, Pitis: el final de la ciudad donde las chabolas dieron paso al PAU

Desde el otro lado de las vías

Luis de la Cruz

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Cuando los chavales que crecimos en el norte de Madrid en los años noventa escuchábamos el topónimo Pitis pensábamos en el fin del mundo. El lugar al que iban los toxicómanos de los últimos asientos del autobús. El sitio donde se producían los arrojamientos de los que eufemísticamente avisaba la megafonía una vez abrió la línea 7 de metro. Hoy en Pitis no hay chabolas pero, de alguna forma, sigue siendo el fin del mundo. O al menos uno de los fines de la ciudad en el Parque de la Cuenca Alta del Manzanares.

Cuando uno sale de la estación del metro –o del tren– en Pitis se encuentra los edificios de servicio de la estación ferroviaria, que hoy albergan una farmacia y Anpe, un bar-restaurante con terraza-merendero en la parte trasera. Por las mañanas, y aun cuando las tostadas dan paso a las cervezas –con tapas generosas de embutido– la barra está llena de trabajadores, muchos de ellos con sus distintos uniformes. Más tarde se llenará la terraza, que es la que más mesas tiene de todo Madrid según las estadísticas municipales. El establecimiento se llama así por las primeras letras de sus fundadores, Mª Ángeles Ruiz García y Pedro Rubio González, abrió sus puertas en 1982 y hoy es regentado por la segunda generación.

Desde la atalaya del pequeño aparcamiento de la estación se ve enfrente el barrio de Arroyo del Fresno como una maqueta nuevecita de aristas rectas y ordenadas. Al fondo, las Cuatro Torres (la quinta no se ve); a la izquierda el cercano barrio de Montecarmelo; aquí y allá una desordenada patrulla de grúas que parecen recorrer el nuevo Madrid como gigantes de hierro. Atrás, a la espalda de uno, el monte de El Pardo.

La estación de tren fue inaugurada en 1964 después de entrar en servicio la línea de circunvalación que conectaba el norte de Madrid con la línea Madrid-Hendaya a través del Monte de El Pardo. Durante años se convirtió en un apeadero con poco tránsito de pasajeros e incluso dejó de parar allí en los años noventa, pero se reactivó con la apertura de la estación de metro de la Línea 7 y, posteriormente, con la urbanización del barrio de Arroyo del Fresno. Hay una canción de Un Pingüino en mi ascensor que recuerda los años de decadencia: “pero yo nunca vi a nadie que bajara en bajara en Pitis (¿quién coño puede vivir en Pitis?)”, dice.

Apenas pasan coches por la avenida de cuatro carriles de Pitis llamada de Gloria Fuertes. Dos enormes parkings disuasorios, a ambos lados de la estación, permanecen prácticamente vacíos. Hay demasiada amplitud y demasiado cemento para la quietud que se respira. Es una mañana de verano antes del verano y los trinos de los pájaros compiten con el rodar ocasional del 64 o del 49; con el rugir de los trenes que subrayan el horizonte sobre nuestras cabezas, o con el rugido de los camiones que se alcanzan a ver más arriba, en la M-40..

La calle de Gloria Fuertes –repetimos, cuatro carriles con una isleta por espina dorsal– no tiene más bancos que los de las paradas de autobús. Tampoco sombras. Pienso en un anciano al que trajeran a vivir a una de las modernas urbanizaciones con recinto interior y piscina mirando desde la valla hacia fuera. Viendo pasar a algunos paseantes de perros, a personas corriendo y a las urracas que saltan de cubo de basura en cubo de basura. Y ciclistas. Antes de que el sol caiga a plomo, son muchos los ciclistas de mediana edad que hacen suya la calle vacía de coches o encaminan sus bicicletas por los caminos cercanos.

Un poco más abajo, está el primero de los túneles pintarrajeados que atraviesan las vías. Una pasarela al final de la ciudad por la que cruza una persona sin hogar que, luego descubriré, vive en medio del desmonte bajo los pilares de la carretera, al otro lado. Aún quedan en las inmediaciones de la estación figuras del Pitis de antaño, como supervivientes fuera de lugar de aquellos que viajaban en los últimos asientos del autobús.

El nombre de pitis sigue ligado en el imaginario colectivo al gran poblado chabolista que llevaba este nombre. Uno de los asentamientos marginales del actual distrito de Fuencarral, como La Quinta de El Pardo o el Cerro de las Liebres, donde se dormía bajo tejados de chapa y se vendía droga en mayor o menor medida.

A mediados de los noventa la drogadicción se había convertido en una de las principales preocupaciones de los españoles en los barómetros del CIS. La televisión abundaba en noticias sensacionalistas que ayudaban a extender los pánicos morales asociados a los yonkis. La realidad de la calle en muchas zonas, tapizadas de jeringas, lo apuntalaba. Fue a finales de los noventa y en los primeros dosmil cuando se popularizó la denominación supermercados de la droga para referirse a poblados donde se vendía. Eran, entre otros, Torregosa, entre Usera y Villaverde; La Celsa, en Entrevías; Cañaveral (Vicálvaro) o Pitis (Fuencarral-El Pardo). Pitis albergaba unas 150 chabolas hacia 1998 y fue desmantelado en 2005, aunque aún quedaron infraviviendas hasta bastante después.

Bajando un poco más por la calle de Gloria Fuertes se llega al segundo de los túneles justo antes de llegar a una zona de modernos chalets pareados. Por este pasamos peatones y, de vez en cuando, algún coche que tira de claxon al dar las curvas para no llevarse por delante a nadie. Al otro lado están las vías del tren. Hubo un tiempo en el que los toxicómanos las atravesaban y, con demasiada frecuencia, eran atropellados. Se siguen viendo, omnipresentes, las grúas y las cuatro torres. Continúo. Subo por la carreterita abandonada (camino de Valjarroso), que asciende entre el monte bajo. En estos sitios siempre hay veredas quemadas con latas oxidadas entre los cardos chamuscados. Estoy alto, se ve un campo de golf haciendo cuña en el campo y pienso que uno se puede sentir como el cazador furtivo que miraba la ciudad desde los márgenes.

Cruzo temeroso por la calzada un puente que salva la M-40. He llegado al otro lado y me encuentro con algunas fincas, casas viejas, caminos vecinales, ambiente de viejas huertas. Canta un gallo. Los vecinos llevan tiempo quejándose de que, en algunas de estas casas, sigue traficándose con droga.

Aunque la gente recuerda Pitis, también estaba allí mismo La Quinta, un poblado más pequeño que fue levantado con casas prefabricadas en 1992 por el Consorcio para el Realojamiento de la Población Marginada. Allí se llevó a personas provenientes de otras partes de Madrid. Muchos de los poblados nacieron porque la ciudad expulsaba a sus márgenes a parte de los vecinos.

Vuelvo sobre mis pasos con el sonido de autopista bajo los pies y el de las chicharras junto a ellos. Paso de nuevo por las vías –un ave rapaz las sobrevuela, me cruzo con un coche cuyo conductor me mira con curiosidad–, enhebro de nuevo la boca del túnel y estoy otra vez junto a los chalecitos.

Se llaman plantas ruderales – del latín ruderis, escombroaquellas que salen en cualquier lugar. El típico brote urbano que se esfuerza en romper el asfalto y coloniza los alcorques abandonados. Mientras que en las calles más consolidadas de Arroyo del Fresno las zonas verdes están ajardinadas y las flores son ornamentales, en el limes de Pitis todo es ruderal de momento. Las gramíneas secas rebosan el alambre de las vallas de descampado y su amarillo pajizo contrasta con las flores silvestres que se aferran a la primavera. Amapolas rojas, pétalos malvas, el amarillo intenso de las retamas…Y huelen. Es un recordatorio de cómo el monte se resiste al secuestro.

Los pájaros zarceros se asustan al escuchar la proximidad de mis pasos y constato que la flora silvestre se come los bancos de unas áreas peatonales urbanizadas junto a la avenida de Gloria Fuertes casi antes de que hayan sido estrenados. Bancos sin muchos clientes, la verdad, en los que se sienta alguna cuidadora geriátrica y amanecen yonkilatas abandonadas.

Las calles que conectan con el resto de Arroyo del Fresno, perpendiculares a Gloria Fuertes, tienen nombres de mujeres ilustres: Federica Montseny, Carme Chacón, la feminista Menchu Ajamil…Y el paseo de la Arqueóloga Charo Lucas, que daba clases en la Autónoma en mis años de universidad. Me paro a pensar en la campestre calle de Celeorama Gómez, en la que me había fijado en mi paseo al otro lado del túnel y al otro lado de la M-40. No conozco el origen de su denominación, pero apuesto por el rastro de una vecina primera en la zona, lo que contrasta con el callejero de mujeres ilustres de la nueva urbanización. Se llama así desde 1971 y si te empeñas en recorrerla llegas hasta un viejo molino de viento.

El asunto de los nombres y la memoria se hace el remolón en mi soliloquio mental. Al parecer, ha habido varias tentativas de cambiar de nombre a Pitis. Algunas personas han argumentado que se asocia al nocivo vicio de fumar; los más sinceros explican que quieren huir del estigma, como aquel que dejaba por escrito en un foro de nuevos vecinos que sería interesante promover el inapelable nombre de Cervantes. El rastro de la memoria material es aún más esquivo, es realmente difícil ubicar la localización exacta de los grandes poblados chabolistas erradicados en Madrid. Sus endebles contornos se perdieron entre el polvo levantado por las excavadoras.

Quedan en los alrededores de Pitis algunos toxicómanos suspendidos en el tiempo y de vez en cuando aflora en las cercanías un graffity que recuerda los malos tiempos de la droga. Pero, aunque ya no quede nada de la gran aglomeración de infraviviendas al final de la ciudad que fue, hay un nosequé en el ambiente de Pitis que parece suspendido en la provisionalidad. Todos los PAUS estiran las fronteras de la ciudad y este tiene una estación con fonda para cerrar Madrid.

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