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CV Opinión cintillo

Un despertador

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Me asusta la globalización. Como si todos formáramos parte, de manera inexcusable, de una enorme bola de nieve que va ladera abajo a gran velocidad. Y como si no tuviera cabida dentro de ella una pequeña aldea gala, rebelde, con sus propias convicciones y una pócima mágica de sensatez, de cuidados, de solidaridad. Nos tratan de imponer la teoría de lo inevitable.

Mi sospecha es que hemos crecido demasiado. Es más, hemos regalado a ese crecimiento el podio de la felicidad, sin ser capaces de descubrir los efectos colaterales que acaban siendo determinantes y destructivos para la convivencia.

A finales del siglo XX descubrí la Teoría del decrecimiento, cuando Latouche y otros nos avisaban sobre los riesgos de la miopía. La tarjeta de crédito, la publicidad y la obsolescencia, decían, son tres pilares que impulsan la locura disfrazada de progreso. Y el club de Roma, un club de sabios, advertía y volvía a advertir que eso del crecimiento infinito, es un camino hacia ninguna parte.

Pero somos muy alegres criticando. Una teoría de teóricos pesimistas, dijeron, de miedosos que no se atreven a enfrentar los retos, dijeron, de timoratos y predicadores que no saben soñar a lo grande, dijeron. Y les adelantamos por la derecha con un adiós burlón. Ahí os quedáis, en el pasado, nosotros viajamos hacia el futuro. Eso les dijimos.

Siempre es fácil caricaturizar al disidente, y saludar desde el tren de velocidad, no alta sino suicida. Es fácil el chiste, pero tenían razón. No hicimos caso a los que nos advirtieron reiteradamente que detrás del telón idílico del loco crecimiento nos esperaba el desastre. Ni siquiera gana el capitalismo y siempre pierde el planeta.

Tal vez estamos a tiempo del límite, una palabra que nos produce sarpullidos aunque es la solución. El límite es el tope del abuso, es la línea roja amiga que nos advierte acerca de ese récord que no hemos de batir, el punto en el que estamos en riesgo de perder la razón entrando de lleno en la sinrazón.

Las alarmas han llegado con formas diferentes de crisis. Que si económica, que si sanitaria, que si ecológica o política o de convivencia o de democracia, pero el motivo siempre es el mismo, la carencia de límites. Los conflictos están a la vista, los peligros no se ocultan, aparecen con descaro llenos de mentiras y disimulos que ya no son creíbles. El abuso es el pan de cada día.

Es cuando necesitamos un despertador. Ya ven, a estas alturas, un despertador. Pero ha de ser colectivo, en todas las mesitas de día, un despertador que nos ponga los pelos de punta y las ideas también. Un despertador que nos incorpore a la vida y nos permita volver a la democracia en la que creímos. Sin trucos, sin bulos, sin motosierras, sin bravucones, sin justicia amañada. Un despertador que nos despierte los sueños.

Todo eso con un brindis. ¿Se imaginan? ¿Por qué brindamos esta vez? No es un brindis al sol, es un brindis por el despertar. Las copas tintinean, el pulso nos emociona. Juntos entramos en el principio del cambio.

El despertador está sonando. ¿Lo oyen?

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