Helena Blavatsky murió defendiendo que fue al Tíbet y aprendió de sabios en templos que nadie pudo localizar

Se fue de este mundo repitiendo lo mismo que llevaba décadas diciendo: que había estado en el Tíbet y había aprendido de sabios que nadie más conoció. Nunca tuvo ni pruebas ni testigos. Murió con esa idea como si fuera una verdad absoluta. Y lo más desconcertante es que, por mucho que la contradijeran, jamás cambió ni una coma. A lo largo de los años, incluso en sus últimos días, insistió en que aquellos templos ocultos existían.
Mantuvo hasta el final la historia que había repetido toda su vida
Helena Petrovna Blavatsky sostenía que los Mahatmas le habían revelado una enseñanza milenaria, más antigua que cualquier religión conocida. Decía que le transmitieron el conocimiento a través de métodos que escapaban a toda lógica común, como la aparición repentina de cartas que, según ella, se materializaban enviadas por esos maestros. Aunque el escepticismo fue inmediato, no retiró nunca esas afirmaciones.
A mediados del siglo XIX ya hablaba de esos viajes al Himalaya. Insistía en que había llegado al corazón del Tíbet, en zonas inaccesibles para el común de los viajeros, y que allí convivió con maestros que le enseñaron verdades que Occidente había olvidado.

Fue en 1855, según su relato, cuando logró finalmente entrar en territorio tibetano a través de Ladakh, una región remota del norte de la India. Sin duda, algo extraño si se tiene en cuenta que el acceso a esa zona era extremadamente difícil, sobre todo para una mujer extranjera sin recursos evidentes ni respaldo diplomático.
Después de esta supuesta travesia aseguraba haber permanecido un tiempo en lo que llamaba el Pequeño Tíbet, donde habría vivido con el maestro Morya. Más tarde, en 1868, afirmó haber conocido a otro de esos sabios, Koot Hoomi, quien también la habría guiado en su formación esotérica. La descripción de estos encuentros era detallada, pero no existía rastro verificable de ellos fuera de sus palabras.
Las dudas sobre la veracidad de esas experiencias se acumularon con los años. En 1885, la Sociedad para la Investigación Psíquica de Londres publicó el conocido Informe Hodgson, que desmontaba parte de su historia. Tras entrevistarse con testigos y examinar documentos, el investigador concluyó que Blavatsky era “una de las impostoras más ingeniosas y fascinantes de la historia”. Aunque ese informe fue considerado definitivo durante décadas, en 1986 se publicó una revisión crítica que cuestionó sus métodos y lo acusó de falta de rigor.
Convirtió su biografía en la columna vertebral de un movimiento esotérico internacional
Pero Blavatsky nunca se defendió con documentos o fotografías. Lo hacía con relatos. Ya desde joven afirmaba haber tenido visiones, experiencias fuera de lo común y un tipo de conexión especial con el mundo espiritual. Aseguraba que los maestros que la guiaban desde la infancia le indicaron el camino que debía seguir, y que todo lo que había hecho era cumplir con ese mandato.
En sus libros plasmó esas ideas como si se tratara de una historia que no le pertenecía del todo. “Yo fui enviada para demostrar la realidad de los fenómenos y para mostrar el error de la teoría espiritista sobre los espíritus”, escribió en uno de sus textos.

A pesar de las polémicas, su vida se convirtió en el centro de un movimiento que mezclaba religiones, mitología, ciencia y ocultismo. En 1875 fundó junto a Henry Steel Olcott y William Quan Judge la Sociedad Teosófica en Nueva York, una organización que todavía hoy sigue activa. Sus principios eran difusos, pero pretendían investigar leyes desconocidas de la naturaleza y explorar las capacidades ocultas del ser humano. Desde ese momento, el relato de sus viajes al Tíbet pasó a ser parte esencial de su figura pública.
Con el tiempo, esos relatos se transformaron en doctrina. En La doctrina secreta, su obra más ambiciosa, desarrolló la idea de una sabiduría ancestral transmitida por esos mismos maestros que la habrían instruido. La presentó como una síntesis de enseñanzas orientales y occidentales, uniendo conceptos del hinduismo, budismo y esoterismo europeo. En ningún momento planteó la posibilidad de que su historia pudiera ser un símbolo o una metáfora. Lo que escribía, decía, era verdad.
Blavatsky murió en Londres el 8 mayo de 1891. Tenía 59 años. Hasta el final mantuvo su versión sin alteraciones. Nunca ofreció una sola prueba material sobre sus años en el Tíbet. Nunca permitió que las contradicciones la tambalearan. Para ella, aquello que había vivido —o que decía haber vivido— era real. El resto, para bien o para mal, lo dejó a criterio de los demás.
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