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Hace poco escuchaba junto a la barra de un bar -ese lugar donde se hacen los razonamientos más superfluos y las confesiones más profundas- que para qué les hacían a los niños en el colegio aprenderse todos los nombres de los ríos si, total, miras en el móvil y lo tienes todo. No contesté exactamente lo que me vino a la cabeza: para no ser una ignorante, porque ese es el espacio natural para decir ese tipo de estupideces. Lo malo es cuando tras apurar el trago y salir del establecimiento uno sigue planteando la vida en esos términos y ya no digamos si lo hace desde un escaño, o desde el púlpito ficticio que proporciona la notoriedad pública por diferentes causas.
Vivimos enchufados a una tecnología que nos hace la vida más fácil y cómoda, bendita sea, pero cuando salta el diferencial, como esta semana, queda patente que algunos han perdido la toma de tierra. En pleno apagón, una mujer exhausta tras subir nueve pisos cargada con la compra y que no acertaba a abrir la puerta preguntó a una vecina si sabía si la puerta necesitaba electricidad.
Para quienes antes del cero energético ya tenían los plomos mentales fundidos y no estaban dispuestos a conocer de memoria los ríos más importantes del país, intentar comprender cómo funciona el sistema eléctrico europeo es una odisea de tal calibre que lo de Ulises se queda en algo así como un paseo en barca por el Retiro. Sumidos en esa oscuridad previa al razonamiento, a quien no alcanza a comprender lo complejo o simplemente no tiene interés en hacerlo se le suele iluminar la bombilla de la conspiranoia. Es algo así como una luz de emergencia que te permite salir rápido del túnel de la razón en el que te habías atorado.
Las explicaciones de los ingenieros expertos en nuestro sistema eléctrico son para el conspiranoico ya no meras elucubraciones, sino un mensaje orquestado por el poder -el que sea- para ocultar algo más gordo. Qué manera de complicar el asunto, piensa una a priori, pero en realidad no, lo simplifica al máximo porque con esa turbia y sencilla premisa se explica un apagón eléctrico, una pandemia mundial y hasta la tercera guerra mundial. La conspiranoia es pues, la llave maestra de las explicaciones. Hay que reconocer el atractivo de su sencillez, su practicidad, pero tiene algo más fascinante si cabe: quien la practica se siente poseedor de una verdad suprema al alcance de unos pocos; es, pues, un privilegiado, casi un erudito.
Confucio, que no fue el que inventó la confusión en la que andamos sumidos sino un filósofo chino, dijo hace casi 2.500 años que “la ignorancia es la noche de la mente, pero una noche sin luna y sin estrellas”. Vivimos un apagón, no el del lunes que se solventó en unas horas: el del razonamiento. Buscar la luz para abandonar esa oscuridad es un instinto natural; usar para ello lo que nos hace la vida más fácil, un signo de inteligencia, pero, ¡cuidado!, no sea que fiarlo todo a eso nos esté haciendo más simples. De ser así, ¡apaga y vámonos!
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