El cónclave más largo de la Historia: tres años encerrados entre disputas, racionamiento de comida y hasta muertes

El pueblo de Viterbo se cansó de esperar a que se tomara una decisión

Héctor Farrés

8 de mayo de 2025 16:30 h

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La puerta no se abrió desde fuera. Los cardenales la cerraron con su bloqueo, y el pueblo de Viterbo fue quien echó la llave. Y ahí dentro, en ese palacio de piedra, comenzó una espera que no parecía tener fin. No por falta de tiempo ni de techo —aunque también acabó faltando techo—, sino por algo aún más difícil de resolver: la terquedad.

Una disputa encerrada durante más de mil días, con todo lo que eso implica cuando el que no se decide es el poder religioso más influyente de la Europa medieval. Porque esto no fue un atasco burocrático: fue la elección papal más larga de la historia.

Mil días encerrados y ni un acuerdo a la vista

Tres años después de comenzar, el cónclave de Viterbo no estaba ni cerca de designar un nuevo Papa para suceder a Clemente IV. Los cardenales ya no discutían, se evitaban. Algunos, directamente, morían. Las votaciones, al principio diarias, pasaron a ser semanales. Luego, a conveniencia. En algún momento entre el ayuno y la lluvia cayendo sobre sus camas, empezaron a aceptar que la solución no iba a salir de esa sala.

Lo que sí salió fue la paciencia de los ciudadanos de Viterbo, que llevaban años manteniendo a los cardenales a costa del erario local, viendo cómo las discusiones se eternizaban sin avanzar una pulgada. Cansados de financiar la indecisión ajena, decidieron cortar por lo sano.

Encerraron a los cardenales en el Palacio Episcopal, les racionaron la comida a pan y agua y, según relatan las crónicas, les quitaron el techo. Una forma nada sutil de recordarles que, si no escuchaban la voluntad divina, al menos que el cielo les calara bien los huesos.

Gregorio X, un Papa sin enemigos y ajeno a todo

La fractura entre los cardenales venía de lejos. A la muerte de Clemente IV, el Colegio Cardenalicio quedó dividido entre dos grandes bloques: los pro angevinos, partidarios de mantener la influencia de Carlos de Anjou, y los que querían un papado menos entregado a los intereses franceses. Por si fuera poco, las alianzas con clanes romanos como los Orsini y los Annibaldi añadían tensión extra. En total, veinte cardenales enfrentados sin margen para sumar los dos tercios necesarios.

El equilibrio de fuerzas estaba tan bloqueado que, aunque se necesitaban 14 votos para nombrar a un Papa, ningún grupo pasaba de los 10 y cada bloque contaba con al menos 7 fieles, suficientes para impedir cualquier elección.

Después de años de presiones, con promesas más políticas que espirituales, el 1 de septiembre de 1271 ocurrió algo impensable: los cardenales decidieron delegar. Una comisión de seis miembros, con representantes de todas las facciones, recibió el encargo de elegir al próximo pontífice. La propuesta fue un nombre que, hasta ese momento, nadie había considerado.

Teobaldo Visconti era archidiácono de Lieja, no formaba parte del Colegio y se encontraba en Tierra Santa. Su perfil era ideal precisamente por eso: estaba lejos de las intrigas de Roma y ajeno a las luchas internas. Su elección como Gregorio X fue aceptada sin resistencia por un colegio agotado, más interesado en cerrar el capítulo que en imponer sus candidatos.

Antes de regresar a Italia, Visconti dudó. Estaba en Acre como legado apostólico y le costaba abandonar la cruzada en marcha. Pero el mensaje fue claro: nadie más estaba dispuesto a seguir discutiendo. Llegó a Roma a finales de invierno y fue nombrado el 27 de marzo de 1272.

El cónclave como se conoce hoy en día

Ya en el cargo, Gregorio X impulsó reformas para que aquello no se repitiera. En el Segundo Concilio de Lyon, celebrado en 1274, promulgó la constitución Ubi periculum, que institucionalizó el cónclave tal como se conoce hoy: encierro obligatorio, aislamiento total y dieta forzada si la votación se alarga demasiado. Una forma muy concreta de aprender de la experiencia.

Y así, de una crisis sostenida durante más de tres años, nació el sistema que la Iglesia sigue utilizando ocho siglos después. La elección de 1271 no solo terminó con un nuevo Papa. También marcó el límite de lo que una ciudad medieval estaba dispuesta a tolerar cuando la espiritualidad no daba respuestas.

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