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Y punto

Zapatos de tacón
14 de mayo de 2025 21:01 h

1

Antes se llamaba Pablo y era un gato de peluche tricolor, dulce, rollizo, con la mirada vacía de preocupaciones. Mi hija tenía unos cuatro años cuando lo bautizó y ambos se hicieron inseparables: Pablo y ella siempre juntos, en el parque, en la clase, en fiestas de cumpleaños, en las puertas del sueño.

Una mañana, antes de la guarde, le dije: No te olvides de Pablo. Lo cogió en brazos cobijándolo como si amenazara tormenta y contestó: Es Blanca. Antes era Pablo. Ahora es Blanca.

Nos inclinamos sobre el libro del desconcierto intentando buscar alguna pista. Le preguntamos por el motivo: ¿teníamos que hacer algo?, ¿proceder de alguna otra forma? ¿Acaso era posible que todo hubiera ocurrido durante la noche sin nosotros siquiera intuirlo? Ella abrió mucho los ojos y torció el gesto. Antes era Pablo y ahora es Blanca. Punto.

Una se pasa los días intentando escuchar el crujido que nos hace mudar del antes al ahora con la estúpida certeza de que algo encontrará: una señal, un suspiro, un llanto, una miaja que nos guíe al momento crucial donde se bifurcó el camino y dejamos de ser para ir siendo.

Eso les cuento a M. y a Paco en una cafetería de Huelva y M. ríe achinando unos preciosos ojos azules llenos de marejada a punto de contarme su antes. Antes: Paco y M. se conocieron con doce años, allá por 1972. Se cruzaban diariamente en una de las esquinas del estadio Colombino de Huelva, M. calzando las Adidas con las que Paco (y yo) soñaba por inalcanzables; M. convirtiéndose en uno de los mejores jugadores del Recreativo; M. chulesco, ligón, refinado en sus andares, tremendo gato tricolor; M. y Paco haciéndose hermanos de vida, deshojando veranos y noches de Risk en el piso que compartieron, noches de Risk conquistando países y anhelos; M. con un secreto que encharcaba de culpa sus Adidas de niño de doce, de trece, de catorce, de diecisiete: un secreto que consistía en desechar las zapatillas deportivas cuando estaba a solas y sustituirlas por los tacones de su madre, a escondidas, antes de abrir esa cancela, mucho antes; la rendija de la puerta como una herida supurando a un mundo desconocido –si hay zapatos, por qué no una falda, por qué no unas medias, por qué no una blusa con escote–, las Adidas haciendo aguas por todos lados y dejándole siempre los dedos arrugados de vergüenza, pudor e ilegitimidad.

La semana que viene lo intento. Cuando resuelva esto. Cuando resuelva lo otro. Hasta que se enamora de una mujer e intenta ahogar su compulsión travesti en el agua de unos zapatos que ya no sabe si son deportivas o de tacón –eso me cuenta con un trago de otra agua, obligando a la nostalgia a resbalar por su faringe y empujarla hasta el estómago–, esa pulsión que poco tenía de sexual y tanto de identitaria

Antes, mucho antes, llegó su plenamar: el agua llegando al momento más alto de la marea, cuando con diecisiete años engancha el sueño de dejarse el pelo largo, y –¡oh!– se lo deja, y –¡oh!– los rizos se desbocan y M. descubre que la imagen que le ofrece el espejo junto con ese cosquilleo de los rizos sobre los hombros es su otro yo melancólico y oculto tantos años, ese yo que no es otro sino uno mismo. Antes. 

Me cuenta que entonces comienza una década dolorosa, de profunda languidez, sobreviviendo gracias a la ficción de los libros donde cada cual vive las vidas como le da la gana sin tribunal de género, identidad, orientación o sexo. Eso me cuenta. Todo el paisaje embadurnado de culpa. Una plantación entera de culpa. Eso me cuenta. La semana que viene lo intento. Cuando resuelva esto. Cuando resuelva lo otro. Hasta que se enamora de una mujer e intenta ahogar su compulsión travesti en el agua de unos zapatos que ya no sabe si son deportivas o de tacón –eso me cuenta con un trago de otra agua, obligando a la nostalgia a resbalar por su faringe y empujarla hasta el estómago–, esa pulsión que poco tenía de sexual y tanto de identitaria. M. esquivándose a sí misma, renunciando a sí misma para congraciarse íntimamente consigo mismo y conservar así algo de cordura; M. desarrollando dos identidades paralelas a ambos lados del espejo en el que se asomó durante años en estricta soledad.

Antes. 

Todo esto ocurrió hace mucho tiempo. Hay vidas que se entienden mejor cuando se cuentan, aunque a veces se necesite toda una vida para aprender a vivirla.

Me dice: Eres una mujer, pero nadie te ve como tal. Eres un hombre, pero nadie te ve como tal. No hay verdad absoluta en la identidad porque se construye en la continua interacción con los otros y los días nos vuelven accidente, una irregularidad del terreno que fuimos. Y entonces ocurre: las expectativas de los demás, el haber sido nombrados por otros nos convierten en extrañeza y sus cinceles golpean nuestra personalidad para desechar el material aparentemente baldío y tallar así nuestra identidad. A veces se tarda toda una vida en aprender a vivir. 

Nos tomamos el último café. Hace calor. El sol atraviesa la cristalera de la cafetería y nos ciega a ratos. Ese sol que te devuelve a la infancia y también puede matarte

Antes: Paco no supo qué hacer con la confesión en un principio. Solo entendió la disonancia, me cuenta, el día que años después a causa del cáncer, mientras se pasaba la mano por la cabeza en un gesto autómata, se le desprendió el pelo formando una alfombra mullida a sus pies. Se miró en el espejo sin reconocerse, como un extraño enfrentado a otro. Y entonces lo supo. Antes.

Antes: el día que Mariano fue Marian para el mundo rondaba los 50. Ella fue compartiendo ese otro yo con su esposa, sus padres, su jefe, sus amigos íntimos, sus dos hijos, con todos aquellos que encarnaban las expectativas de lo que M. debía ser, mientras M. continuaba perdiendo los jirones de lo que era.

Nos tomamos el último café. Hace calor. El sol atraviesa la cristalera de la cafetería y nos ciega a ratos. Ese sol que te devuelve a la infancia y también puede matarte. 

Si hablar es hacer, como decía Agustín García Calvo y la lengua tiene el poder de modelar la realidad, Paco y Marian, a lo largo de estas más de tres horas, le han sacado brillo a su antes compartido durante cincuenta años. Antes de despedirnos con un abrazo, Paco me habla de la canción que le compuso a Marian cuando el agua de sus zapatos encharcó los suyos: «Pero seas quien seas/ para mí siempre serás:/ mi hermano del alma/ mi deuda de vida/ mi sabio indolente/ mi mejor amiga./ Mi hermana del alma/ mi deuda de vida/ mi sabia indolente/ mi mejor amiga».

Antes del último abrazo, Marian comparte conmigo el poema que le escribió a Paco: «No tengo la palabra/Solo la voz que canta/y en mi corazón se queda».

Hay veces que me preguntan que por qué escribo.

Y entonces recuerdo las palabras de Virginia Woolf en Las olas: «A nada debemos dar nombre, no sea que al hacerlo lo alteremos. Dejemos que todo exista, que exista esta orilla, que exista esta belleza». 

A veces escribo por el más bello espectáculo de ver a dos personas felices siéndolo. Por eso, y porque una mañana de primavera Pablo fue Blanca. Una gata de peluche tricolor, dulce, rolliza, con la mirada vacía de preocupaciones. Y en ese gesto mínimo estaba todo lo demás: la orilla, la belleza, la verdad sin nombre. Y punto.

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