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Cuando la realidad se rinde ante la opinión y los bulos

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¿Cómo hemos llegado al punto en que la palabra de un solo individuo puede sustituir la realidad compartida por millones? ¿Cómo se justifica que, en nombre de la democracia, se otorgue poder a líderes cuya visión del mundo no responde a hechos verificables, sino a su imaginación, emociones o intereses? Y, sobre todo, ¿cómo podemos combatir esta deriva?

Vivimos en una época donde la realidad física y convencional, aquella que se construye colectivamente mediante la experiencia, el sentido común y la verificación compartida, parece perder terreno frente a un nuevo absolutismo: el relato individual convertido en verdad operativa por el mero hecho de haber sido elegido democráticamente, incluso por una mínima mayoría. La democracia, así despojada de sus fundamentos éticos y epistémicos, puede volverse cómplice de su propia degradación.

Este fenómeno tiene raíces múltiples:

Primero, el empobrecimiento del juicio colectivo. Las redes sociales y la polarización informativa han fragmentado nuestra capacidad de compartir criterios comunes. Lo que antes se contrastaba y deliberaba ahora se valida por afinidad emocional o tribalismo digital. La posverdad no es solo mentira: es la construcción de una realidad paralela que satisface, convence y moviliza.

Segundo, la reducción de la democracia a su formalismo numérico. Elegir no es legitimar cualquier cosa. Como advirtieron Tocqueville o Popper, la voluntad mayoritaria no puede justificar la supresión del pensamiento crítico ni la negación de hechos. La historia del siglo XX nos ha enseñado que la legitimidad democrática sin frenos institucionales puede abrir la puerta a liderazgos peligrosos.

Tercero, el poder performativo del lenguaje. No todo discurso es descriptivo: algunos crean realidades, imponen significados, reconfiguran lo pensable. Un líder carismático que controla el relato puede transformar ficciones en políticas, miedos en leyes, delirios en doctrina. Y si no hay instituciones sólidas, educación crítica o prensa libre que lo cuestione, su palabra acaba sustituyendo la experiencia común.

Y cuarto, la subjetividad elevada a dogma. La exaltación de la “verdad personal” en nombre de la autenticidad ha minado la confianza en la verdad pública. En este clima, el líder “auténtico” se impone al líder racional; el que “dice lo que piensa”, aunque mienta, gana al que se atiene a la realidad. Se vota más con vísceras que con neuronas.

¿Qué lo justifica? Principalmente, la crisis de confianza en las instituciones. Cuando los ciudadanos perciben que las élites ignoran sus problemas, la tentación de abrazar soluciones simples —aunque falsas— se vuelve comprensible. La complejidad se rechaza. La emoción gana al argumento.

¿Y qué podemos hacer?

    1.    Reforzar la cultura democrática, no solo como sistema de voto, sino como ética de la verdad, de la escucha y del bien común. La democracia no sobrevive si no se nutre de educación crítica, deliberación pública y respeto por los hechos.

    2.    Recuperar el valor del consenso racional, no como imposición ni como mediocridad, sino como construcción compartida de lo real. La verdad pública no es propiedad de nadie, pero tampoco puede ser objeto de capricho.

    3.    Exigir integridad discursiva a los líderes, no solo carisma. Gobernar es asumir la responsabilidad de las palabras, sus consecuencias y su vínculo con la realidad. Mentir no debería salir gratis en una democracia madura.

    4.    Dar voz a los saberes colectivos, a las memorias vividas, al testimonio compartido. Las sociedades que preservan la experiencia como fuente de sabiduría resisten mejor a los encantadores de serpientes.

Hoy más que nunca necesitamos una ciudadanía que valore los hechos, cuestione el relato hegemónico cuando no se basa en la verdad, y defienda el principio de realidad como una condición indispensable de la libertad. Porque sin realidad compartida, la democracia se convierte en un juego de espejos.

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