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Sobre este blog

Espacio del Colegio Oficial de Arquitectos de Castilla-La Mancha para destacar el papel del arquitecto en la creación de espacios que trascienden lo funcional, invitando a la reflexión y el debate.

'ARQUITECTURA para respirar', alude a la inevitabilidad de la arquitectura, porque como el hecho de respirar es algo que está siempre presente, incluso cuando no somos conscientes. Y, a su vez, nos recuerda la definición de Lao-Tse, según la cual “cuatro paredes y un techo no son arquitectura, sino el aire que queda dentro”. Porque la arquitectura no es una disciplina meramente constructiva, sino que tiene mucho que ver con lo intangible del alma.

Puertas de entrada a la arquitectura

Arquitecto y tesorero de la Demarcación de Ciudad Real del COACM
La puerta del Museo Castelvecchio, donde el umbral es una ceremonia.

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Hay vacíos que completan biografías, del mismo modo que determinadas ausencias justifican a diario su presencia, aun cuando nadie la reclame.

En arquitectura también sucede así, y es frecuente que los vacíos importen más que lo construido, porque estos exigen una decisión consciente, mucho más meditada y reposada que la mera decisión de levantar muros, que es casi un acto reflejo que surge del portaminas, y al que conviene refrenar.

De este modo, no cabe interpretar la puerta como un mero hueco en el muro, como la debilidad de éste, casi como un punto que niega aplomo y resistencia al propio muro. Tendemos a apreciar la solidez de los alcázares, que vienen a recordar en nuestro imaginario a los castillos de sapos y princesas, rodeados de un foso en el que hundirse -no siempre literalmente. Pero lo cierto es que no hay elemento más principal en los alcázares, o incluso en los palacios renacentistas, que los huecos. Es a través de esos vacíos como los soberanos se relacionan con su pueblo. La plebe sigue creyendo en sus reyes y nobles porque los ven asomarse al balcón principal y, sobre todo, porque los ven entrar y salir a través de la enorme puerta. Es, por tanto, ese vacío en el muro, el que está confiriendo autoridad a todo el recinto, porque es a través de él que se llena de magnificencia. El Alcázar, como un inmenso corazón, se contrae y se expande con las entradas y salidas de sus reyes y nobles. Sístole y diástole. 

Esta significación se ha trasladado a nuestras domésticas y contemporáneas viviendas, y así la puerta de entrada representa mucho más que la negación del muro. Para atravesar la puerta de nuestra casa debemos sacar previamente del bolsillo un juego de llaves, palparlo y decidir cuál de ellas será la encargada de abrir la cerradura, y si tenemos suerte y en esa elección acertamos a la primera, encajar la llave y confiar en que ésta produzca una condición de hechicería que haga rotar fluidamente los mecanismos de la cerradura.

Solo tras ese proceso de desencantamiento podremos acceder a la vivienda. Pero lo cierto es que al alterar los engranajes de la cerradura, también estamos alterando los de la realidad, y de este modo, cuando se traspasa la puerta nos convertimos en otra persona. Así se explica lo que de otro modo resultaría inexplicable: ¿Quién iba a imaginar que era una persona violenta y que en su hogar maltrataba a su familia? En la calle era una persona encantadora que siempre saludaba, solemos escuchar. O los habituales casos de personas que, entrevistadas por psiquiatras y parapsicólogos, han manifestado que nunca entran a casa cargando con los problemas del trabajo, y dicen -con sorprendente naturalidad-, que los dejan en la puerta.

Los ladrones son conocedores de esta intrínseca transformación que se produce en los quicios de las puertas, y es por eso que a menudo, para no correr riesgos, prefieren trepar y profanar las viviendas haciéndolo a través de las ventanas o de las terrazas. Es infinitamente menos arriesgado encaramarse a un muro de varios metros de altura, y deslizarse por una claraboya, un tragaluz o un respiradero, que asumir la amenaza de atravesar una puerta ajena. Las transformaciones que se producen al cruzar una puerta no siempre está en nuestra mano controlarlas. 

Es esta intuición la que nos ha llevado a crear los distintos tipos de puertas. Así, las puertas automáticas están dotadas de una célula fotoeléctrica, que permite que la puerta tan sólo se abra al detectar nuestra presencia. Y, en ocasiones, por más aspavientos que hacemos, agitando los brazos frente a ella, aleteando compulsivamente como un pez que ha quedado en la arena, no conseguimos que la puerta se abra, porque la célula no nos reconoce, y debemos dar un paso atrás, recomponernos, tomar aire, volver a ser nosotros mismos, y -ahora sí- acercarnos a la puerta confiando en ser reconocidos por la célula fotoeléctrica. Sólo entonces la puerta se abrirá ante nosotros.

Similar función tienen las puertas dobles, comúnmente conocidas como cortavientos, porque inesperadamente cumplen también con este cometido. Pero lo cierto es que estas puertas dobles tienen, originariamente, la finalidad de crear una transición, de imponer una pausa entre el espacio exterior y el interior, y durante ese breve recorrido entre ambas puertas se conectan ciertos mecanismos mentales que nos inducen el estado de ánimo preciso para desarrollar nuestra vida en el interior. 

Y otro tanto podríamos decir de las puertas giratorias, que exigen dar una vuelta sobre nosotros mismos para poder acceder. En esas vueltas nos perdemos a menudo, y no es infrecuente que acabemos dando varios giros hasta que encontramos a nuestro yo y, finalmente, podemos entrar al interior. Porque los edificios, como las personas, tenemos un mundo interior con el que no resulta fácil comunicar, y debemos dar rodeos, rotando sobre nosotros mismos, para llegar hasta allí.

Los ingenieros, que desconocen las consecuencias de estos efectos alquímicos en la personalidad de quien atraviesa una puerta, inventaron las compuertas. Pero éstas, más que transformar la personalidad, lo que hacen es retenerla, impedir que aflore el carácter. Y son, de este modo, la negación misma de la puerta.

“La puerta es siempre un objeto encantado… permite la transición, la sorpresa, la aparición y la desaparición”, recordaba Gaston Bacharlard en La poética del espacio. Y pocos han entendido mejor esa zona umbría de la incógnita y el misterio que Carlo Scarpa. Para él la puerta no se abre, se revela. No es hoja ni bisagra, es pausa entre el adentro y el afuera, tan sólo un suspiro del hormigón o una mueca en bronce que duda antes de ceder. 

Cada umbral es una ceremonia, donde el mármol susurra su origen y el metal talla la luz con delicadeza. Allí donde otros clausuran, Scarpa inicia un diálogo silencioso entre lo que ha sido y lo que serán. Sus puertas no conducen a lugar alguno; contemplan. Compuestas por membranas sensibles, se trata de memorias articuladas en carpinterías complejas, donde la mano se demora, como si al tocarlas tocáramos una brizna de tiempo. Y así, abren con el peso exacto de una intención, cerrando con el eco de una idea que persiste. Y al cruzarlas, no se entra en un espacio, se entra en una forma de mirar.

Carlo Scarpa sea, quizá, quien mejor comprendió el poder transformador de una puerta bien proyectada, porque la arquitectura siempre surge desde el garabato inicial de una puerta, y es ésta la que abre paso al fluir de la arquitectura. 

En una sola puerta hay más arquitectura que en un curso entero de determinados académicos. Tanta arquitectura encierra la puerta este del Baptistero de San Giovanni, Florencia, de Lorenzo Ghiberti, como hay en la fronteriza cúpula de Santa María del Fiore.

Incluso, podríamos mencionar, en el caso de las puertas elípticas y ausentes. Puertas que aparentemente no están, pero que tienen una presencia decisiva. Hay determinadas ausencias que se empecinan a diario en justificar su presencia; hay vacíos que completan muros.

Es el caso, por ejemplo, del Panteón de Agripa, cuyo pronaos impone un recogimiento que nos prepara espiritualmente para ser absorbidos por la luz diagonal que atraviesa la bóveda. El pronaos octóstilo, con cuatro columnas en sus laterales, se alza 1,32 metros sobre el nivel de la plaza, imponiendo un límite que no es físico, sino místico y divino. En este espacio sin puerta se producen las transformaciones que hemos visto en otros tipos de puertas, y es por eso que el Panteón de Agripa pudo tener sus puertas permanentemente abiertas durante más de 200 años, con una hoja bloqueada mientras que la otro sólo se abría parcialmente, hasta que finalmente se acometió su reparación en 1998.

Sin embargo, nadie pareció percatarse de que ambas puertas permanecían abiertas, incluso durante las noches, porque la auténtica puerta del Panteón no se encontraba en esas piezas de bronce -7,6 metros de altura, 2,3 metros de anchura, 8,5 toneladas de peso-, construidas entre el año 118 y el 126 d.C., sino que la genuina puerta es el pronaos, un espacio abierto donde no hay puerta.

Así pues, una puerta no es un mero hueco en el muro, sino que es un modo de conectar con otras realidades que no son perceptibles. Y por eso mismo, resulta imposible intentar siquiera su medición, y nos limitamos a consignarla en el presupuesto por unidades. ¿Cuántas dimensiones sería preciso considerar para medir una puerta?

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'ARQUITECTURA para respirar', alude a la inevitabilidad de la arquitectura, porque como el hecho de respirar es algo que está siempre presente, incluso cuando no somos conscientes. Y, a su vez, nos recuerda la definición de Lao-Tse, según la cual “cuatro paredes y un techo no son arquitectura, sino el aire que queda dentro”. Porque la arquitectura no es una disciplina meramente constructiva, sino que tiene mucho que ver con lo intangible del alma.

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