Nada resumía mejor a Roma que sus termas: grandiosas, populares y profundamente desiguales

Las paredes desprendían calor incluso en los pasillos laterales. El vapor subía espeso, pegado al mármol, y el sonido de pisadas mojadas se escuchaban en toda la sala. Había cuerpos sumergidos en agua humeante, voces que discutían, otros que entrenaban, algunos que negociaban. Nada resumía mejor a Roma que sus termas.
En la actualidad solo quedan las estructuras vacías de esos lugares que, hace siglos, marcaron el ritmo de la vida pública. Los restos de las termas de Caracalla aún se alzan en Roma como prueba de un sistema que combinaba salud, poder y vida social. El historiador Peter Edwell, en un artículo publicado en The Conversation, detalla cómo estas construcciones no eran solo espacios para bañarse, sino auténticos complejos multifuncionales en los que coincidían comerciantes, atletas y ciudadanos de todas las clases sociales. Algunos, como los de Diocleciano, ocupaban más de 13 hectáreas y podían recibir a unas 3.000 personas cada día.
Unos espacios inmensos diseñados para el bienestar y la política
Esa afluencia no era solo por la cantidad de salas o el tamaño de las piscinas exteriores. Lo que sostenía el uso masivo era la lógica de acceso: muchas veces la entrada era gratuita gracias a festivales o iniciativas promovidas por candidatos políticos. Había zonas separadas para mujeres, momentos distintos del día para cada grupo y un sistema de salas progresivas, desde las más calientes hasta la fría final. Todo giraba en torno al cuerpo y su cuidado, con baños, aceites perfumados y zonas de masaje.
La monumentalidad de las termas reflejaba también la voluntad imperial de exhibir poder. La arqueología ha documentado cómo incluso en las fronteras del Imperio se replicaba este modelo. En ciudades como Toledo, Baden-Baden o Chester, los restos hallados confirman estructuras que seguían la misma disposición: piscinas centrales, gimnasios, bibliotecas y salas de vapor. El artículo de Edwell menciona que en el campamento militar de la Muralla de Adriano, en el norte de la actual Inglaterra, también se conservan restos de un complejo termal adaptado para los soldados.

Entre el bullicio constante de las termas, las jerarquías también quedaban visibles. Según el mismo artículo, un texto del siglo IV describe cómo algunos aristócratas llegaban con decenas de sirvientes y se reservaban secciones enteras del recinto. Sus criados los acompañaban hasta la zona de baño, llevaban joyas y toallas, y aplicaban aceites antes de usar el estrígilo, una herramienta metálica para raspar el sudor y la suciedad. Estas tareas recaían en los esclavos, que accedían por una entrada separada y se encargaban además de limpiar restos, vaciar retretes y mantener encendidos los hornos subterráneos.
Las termas formaban parte del día a día de forma natural y constante
La vida alrededor de las termas no se limitaba al baño. Había vendedores de comida, músicos y clientes que pasaban horas entre el gimnasio y la piscina. En su tratado ginecológico, el médico Soranus de Éfeso recomendaba a las mujeres acudir a las termas como parte de la preparación para el parto. Este consejo demuestra hasta qué punto la experiencia termal estaba normalizada y vinculada a aspectos muy diversos de la vida cotidiana.
El artículo recoge también un testimonio de Séneca, que vivía encima de unas termas en torno al año 50 d. C., y que ofrecía una descripción bastante directa de lo que escuchaba desde su vivienda. Según explica Edwell, Séneca escribió que se oían “resuellos entrecortados y agudos” de quienes hacían ejercicio con pesas, así como salpicaduras bruscas y cantos de quienes se entretenían mientras se bañaban.

La variedad de estos espacios también se extendía a lo simbólico. En el complejo termal de Aquae Sulis, en la actual ciudad inglesa de Bath, una fuente termal natural alimentaba las piscinas. Allí se rendía culto a Minerva, integrando la religión en el entorno arquitectónico. No era un caso aislado. Las termas funcionaban como centros urbanos en miniatura: con zonas comerciales, salas de lectura y áreas de descanso.
Más allá de la función práctica, el baño era un hábito compartido en toda la extensión del Imperio. El modelo romano absorbió influencias anteriores, como las termas griegas, y dejó su huella en tradiciones posteriores, como los hammames otomanos. El propio Edwell recuerda que en Estambul aún funcionan más de 60 de estos baños, herederos directos de las termas romanas.
El uso generalizado de estos espacios hizo que incluso se convirtieran en objeto de debate filosófico. Una inscripción del siglo I encontrada en Roma recoge una frase que, según se indica en el artículo de The Conversation, concentraba la visión hedonista de la época: “Los baños, el vino y el sexo hacen que la vida merezca la pena”.
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