No hacen falta trucos para hacer fotos con magia. Las imágenes están ahí, esperando a que las hagas, como aquel bloque de imponente mármol de Carrara, que tenía dentro un colosal Moisés. Miguel Ángel lo extrajo, con su genio poderoso, y trajo de vuelta al profeta desde el Monte Sinaí. La fotografía es un arte, según a quien le preguntes, pero solo permanecerá si el talento atraviesa el objetivo con un sencillo click. Cuando la vida se detiene, ya inmortal, y el tiempo para siempre se congela.
Este año, las dos fotografías ganadoras del V Certamen Carlos Gallego, representan la esencia del fotoperiodismo, que es el antiguo y valioso oficio de contar la vida como es. El premio a la categoría regional, ‘Reflejos de una Dana cruel’, del fotógrafo valenciano Germán Caballero, muestra la esperanza entre la desolación, después de la tragedia. En la mejor imagen regional ‘Migrantes´, del cartagenero Jose Manuel Villalgordo, vemos a cuatro jóvenes africanos en el campamento del antiguo Hospital Naval de Cartagena. Se acercan al objetivo del fotógrafo con la mirada franca, abierta. El primero mira entre la calma y el recelo, como si en la lente estuviera el horizonte que le espera.
Un poco más allá, el presidente de Odiadores con Fronteras y su superintendente local miran a los chicos con mal disimulado gesto de desprecio. Son, desde luego, una pareja sin par. Visten chaqueta, parece que el más alto dice algo entre dientes, y detrás el subalterno ríe sin mucha pasión. Sucede todo mientras los jóvenes, casi unos críos, avanzan imparables hacia la salida, porque nada hay, ni habrá, que se lo impida. Van hacia una vida mejor, tienen hambre y agallas. Dejan atrás una terrible epopeya.
El que no se mueve es el dúo trajeado, quizá pensando de qué van a vivir cuando ya no puedan azuzar su bestia negra. Acabo de acordarme de que esta misma semana el gobierno local y los cartageneristas de carnet pedirán otra vez que se desmantele el campamento, porque se abusa (¿quién pone el límite?) de la solidaridad cartagenera. De vez en cuando amenazan con una manifestación racista con esencia de crespillos y banderas. Con mucho amor les deseo un viaje en el tiempo a la Cabaña del Tío Tom, por supuesto con la piel negra, a los suburbios de Tennesse o Soweto de los sesenta, o ya sin ser oscuros, pero hispanos, a la Norteamérica actual para que les humille el gran Becerro Naranja.
No puedo estar más orgullosa de que este premio de la Asociación de Informadores Gráficos de la Región lleve el nombre de Carlos Gallego, inolvidable compañero que cumplió tan a su modo los mandamientos de la agencia Magnum. Libertad creativa, instinto sobrenatural, el don imprescindible sobre todas las demás cosas: talento a espuertas. Por lo bajini le sonrío cuando estos días lo veo, eterno, en las marquesinas de los autobuses, desde un pasquín por donde viene, de frente, corriendo mientras sujeta la cámara con las manos, por entre dos neumáticos en llamas. Aquella foto la hizo Joaquín de Haro en los noventa, cuando Carlos era un treintañero, aunque ya con poso legendario, en unas barricadas de las que habían hecho los obreros a los que escupió la crisis industrial.
Era el jefe, era un formidable visionario. Los aprendices de entonces entendieron que su espíritu era tan crítico como generoso, recuerdo esto porque ahora más que nunca es el tiempo de airear la dignidad. En el código del buen fotoperiodista está escrito con fuego que no hay que avergonzarse por enseñar tu corazón en cada una de tus obras, ni de exigir mejores condiciones a tu empresa. Carlos dejó, además de su legado fotográfico, eternas lecciones de vida y amistad que no están en ninguna hemeroteca.
En los últimos tiempos, alguien le dejaba todas las mañanas sobre su teclado una rosa fresca de tallo largo. Alguien que, como él, ya adivinaba que la vida se desvanece tan pronto como aquellas gotas de rocío que salpicaban su sencilla mesa de trabajo. No todo pasa, Carlos. Te he visto guiñar un ojo mientras se alejaba mi autobús. También tu sombra en esa foto, feliz entre esa nueva humanidad que llega.
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