Hace cincuenta años, el filósofo francés Michel Foucault formuló una tesis que ha tenido una enorme influencia en el pensamiento contemporáneo. En el tránsito del siglo XVIII al XIX, los países occidentales habrían experimentado un cambio histórico en el ejercicio del poder político: habrían pasado “del derecho de muerte al poder sobre la vida”.
Desde los antiguos imperios agrarios hasta las modernas monarquías absolutas, el poder político se habría sustentando sobre el derecho “soberano” a disponer de la vida y la hacienda de sus súbditos, es decir, sobre el derecho a matarlos, amenazarlos de muerte, dejarlos morir de hambre o enviarlos a la guerra para que dieran la vida por su señor. En cambio, los nuevos regímenes liberales se habrían caracterizado por haber puesto en marcha toda una serie de instituciones sociales y de saberes expertos destinados a proteger la vida, la salud, la vivienda, la educación y el empleo de las poblaciones. Se habría pasado del viejo poder de la “soberanía” al nuevo poder de la “biopolítica”. En las democracias liberales, el poderoso ya no sería el que mata o el que deja morir sino el que cuida de la vida, la paz, la prosperidad y el bienestar de la ciudadanía.
Esta tesis permite comprender muchas de las transformaciones sociales de los dos últimos siglos, pero tiene también algunas limitaciones importantes. En primer lugar, la historia no sigue un curso lineal y ascendente, sino que sufre toda clase de vaivenes y bifurcaciones. En la primera mitad del siglo XX estalló la Guerra Civil Europea (1914-1945), en la que se sucedieron múltiples formas de violencia extrema (guerras, revoluciones, deportaciones, genocidios, campos de concentración y de exterminio) que causaron entre 80 y 120 millones de muertos y concluyeron con las dos bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki. El propio Foucault reconoció que el “racismo de Estado” de los regímenes totalitarios fue una combinación novedosa y explosiva del viejo poder soberano y del nuevo poder biopolítico.
Es cierto que, tras esas traumáticas experiencias, comenzó a construirse el orden jurídico internacional basado en la ONU y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y durante los “treinta años gloriosos” (1945-1973) se desarrolló en la Europa del norte y del oeste el llamado Estado de bienestar, que pretendía garantizar los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales a toda la ciudadanía. Los países del este y del sur, como España, sufrieron durante esos años regímenes dictatoriales y tuvieron que esperar a los años 80 y 90 para unirse a las democracias liberales de Europa.
Pero los países occidentales aseguraron su pacificación política, su desarrollo económico y su bienestar social transfiriendo a los países del Sur global toda clase de violencias físicas, explotaciones laborales y expolios ecológicos. Como han señalado Ulrich Brand, Markus Wissen y Stephan Lessenich, el Norte mantiene su “modo de vida imperial” mediante la “externalización” de los costes sociales y ambientales a los pueblos colonizados del Sur. Y cuando los colonizados comienzan a migrar hacia los países enriquecidos del Norte, se encuentran con el cierre de fronteras y el “racismo de Estado” por parte parte de las democracias de Europa y de Estados Unidos.
Ese racismo institucional de los países del Norte global ha dado origen a nuevas formas de violencia, explotación, discriminación y muerte. Como dice el filósofo camerunés Achille Mbembe, el reverso de la “biopolítica” liberal es la “necropolítica” racista y neocolonial, que convierte a miles de millones de personas en meros “desechos humanos”. Estamos ante una nueva versión de lo que Hannah Arendt llamó la “banalidad del mal”. Basta pensar en el brutal genocidio que Israel está cometiendo con el pueblo palestino, con el apoyo o el consentimiento de las democracias occidentales.
Pero eso no es todo. La “banalidad del mal” se ha extendido como una pandemia moral en el seno de las propias democracias liberales. Como ya he argumentado en otras ocasiones, estamos asistiendo a un “gran retroceso” civilizatorio. Todas las conquistas políticas, sociales y culturales conseguidas por los movimientos emancipatorios durante los dos últimos siglos están siendo socavadas por la alianza estratégica entre la derecha neoliberal y la ultraderecha neofascista. Cada vez es más difícil distinguir entre la una y la otra, porque ambas colaboran para devaluar los servicios públicos del Estado de bienestar y para recortar todas las conquistas sociales y laborales de las democracias.
Como dice el economista Thomas Piketty, el pacto social entre el capitalismo y la democracia fue sólo un breve paréntesis histórico facilitado por la Guerra Fría.
Hoy estamos asistiendo a una gran ola reaccionaria que recorre Europa y América, y que no hace sino revelar el declive moral de Occidente y la pérdida de su hegemonía global. La “necropolítica” se extiende en el corazón de los países más ricos de la Tierra. Los gobernantes y los millonarios ya no fundan su poder en el cuidado de la vida sino en su desprecio, su humillación y su exterminio. Basta recordar los nombres de Trump, Musk, Putin, Netanyahu, Milei, Meloni, Orban, Le Pen, Wilders o Nawrocki.
España parece una isla política, porque mantiene un gobierno de coalición de izquierdas PSOE-Sumar que trata de preservar, contra viento y marea, las políticas democráticas, sociales y ambientales. Pero sus apoyos parlamentarios son muy precarios. Y la alianza entre el PP y Vox, secundada por una extensa trama de poderes judiciales, policiales, mediáticos, empresariales, financieros y eclesiásticos, está llevando la agenda reaccionaria lo más lejos posible, tanto en el acoso al gobierno central como en los pactos que mantienen en las comunidades donde gobiernan. En ambos casos, la lucha por conseguir o mantener el poder está por encima de la vida de las personas.
Piensen en la presidenta madrileña Ayuso y en las 7.291 personas que murieron en las residencias de mayores al comienzo de la covid-19 porque se les negó el traslado a hospitales. Piensen en Mazón y en las 228 personas que murieron víctimas de una DANA a la que el presidente valenciano no prestó la menor atención. Piensen en el menosprecio racista del PP y de Vox hacia los y las migrantes, pese a los miles de personas que mueren cada año en la ruta canaria y en las rutas del Mediterráneo.
Piensen en el rechazo del PP a acoger niñas y niños extranjeros en las comunidades donde gobierna, y en la consiguiente estigmatización de los menores no acompañados (MENA). Piensen en el burdo negacionismo ecológico de Vox, secundado por el PP para mantenerse en los gobiernos autonómicos, pese a los miles de muertos y de pérdidas económicas que causa cada año el cambio climático. Piensen en el rechazo a negociar con el gobierno central una política de construcción de vivienda publica, pese a ser el mayor problema social al que se enfrentan hoy los jóvenes españoles.
El pacto presupuestario del PP y Vox en la Región de Murcia es un ejemplo del modo en que la (ultra)derecha ejerce hoy el poder. Ese pacto promete el cierre del Centro de Menores de Santa Cruz, el fomento del odio a los migrantes, el rechazo del Pacto Verde Europeo y la desprotección ecológica del Mar Menor. Es el poder contra la vida.
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