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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

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El “Día del Libro” en Zaragoza, capítulo primero

Puesto de libros callejeros de Lorenzo, en Zaragoza (El Noticiero, 24 de abril de 1931) A la derecha, quiosco en Barcelona (Mundo Gráfico, 1932)

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No siempre se celebró el 23 de abril el “Día del Libro”. En 1926, la dictadura de Primo de Rivera decretó el 7 de octubre como la fecha para conmemorar “el natalicio del príncipe de las letras españolas, Miguel de Cervantes”. Se hizo un llamamiento a las instituciones públicas para celebrar una “sesión pública dedicada al libro español”. Iniciamos un breve paseo por los diez primeros años de una celebración que aún sigue viva. 

Bibliopiratería

En octubre de aquel mismo año, la Universidad, con la “nota de color” puesta por la “presencia de las señoritas alumnas de la Facultad de Filosofía y Letras”, organizó una jornada donde lo más gomoso del profesorado zaragozano compartió sus saberes. Álvaro de San Pío, catedrático de Literatura, disertó sobre las diversas formas de afición al libro que catalogó, con anticipados aires borgianos, en “Bibliografía, Bibliotecografía, Bibliología, Bibliofilia, Bibliomanía y Bibliopiratería”. Esta última, quizá un dardo lanzado a algún colega chanchullero. Concluyó anunciando la inauguración de la nueva biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras. En las escuelas Nacionales se leyeron trozos del «Quijote» y se repartieron libros. El barrio de Delicias promovió una velada con el catedrático Miguel Sancho Izquierdo y la participación del alumnado de las escuelas nacionales del Castillo y de Gimeno Rodrigo.

El libro entre la soldadesca

En años siguientes se apuntaron a la celebración las instituciones militares. No parece el cuartelario un ambiente propicio para tales menesteres, pero lo cierto es que hubo amplia participación que continuaría en los años de la República. Incluso el futuro dictador Francisco Franco, a la sazón director de la Academia General Militar, repartió entre los cadetes su último libro, había publicado ya anteriormente otro sobre la guerra de Marruecos en 1922, y exhortó “a perseverar en su amor al libro, fuente de cultura” (Heraldo de Aragón 08-10-1929). Cultura que su colega Millán Astray vio necesario dar matarile por el bien de la “nueva España”.

Llegan las críticas

La “Fiesta del Libro” tuvo también sus detractores. “Acto frío y etiquetero”, afirmaban, mientras “no se compren libros y las bibliotecas populares no vean aumentada considerablemente su clientela” (Heraldo de Aragón 07-10-1927) Ese mismo año, La Voz de Aragón reclamaba en forma de copla una política cultural y educativa más sustanciosa y menos efectista: “Fiesta del Libro / Frases brillantes. / Discursos huecos/ Las bibliotecas / siempre anhelantes / de una visita / iGloria a Cervantes! (08-10-1927). Las sucesivas ediciones de la Fiesta del Libro ahondaron las valoraciones negativas dada la escasa presencia del gremio de los libreros, por coincidir con el despacho de libros de texto (La Voz de Aragón 08-10-1929) y la pobre participación del vecindario (La Voz de Aragón 09-10-1929). Quizá, apunta el editorial de la Voz de Aragón, porque “Zaragoza es la ciudad de su categoría donde menos libros se venden”. Hacían falta cambios. 

Una nueva fecha

La celebración del Día del Libro el 7 de octubre se mantuvo hasta 1930, año en que se decidió que fuera el 23 de abril, fecha de la muerte de Miguel de Cervantes, o al menos de su entierro. Tras el advenimiento de la República, el Día del Libro de 1931 fue ya otra cosa, menos envarada y más popular, aunque continuaron los actos en la universidad y en los cuarteles. De ese año destaca la inauguración de la biblioteca Basilio Paraíso, en la planta baja del Museo Comercial, hoy de Zaragoza. Allí se creó la Sección de Aragón formada por unos 1.500 volúmenes, “Biblioteca integrada por las obras de aragoneses o sobre Aragón” (La Voz de Aragón, 28-04-1931).

Aparecen las señas de identidad de lo que será el futuro Día del Libro, con puestos de venta en el Coso, Paseo de Independencia y San Gil. Comienza a destacar el negocio y se habla de la Semana del Libro: “Se anunció por medio de artísticos carteles el comienzo de la Semana del Libro, con rebajas en el precio de venta de los ejemplares, la animación en librerías y puestos de venta ambulantes ha sido extraordinaria” (El Noticiero 24 -04-1931). Entre estos tenderetes tuvo fama un tal Lorenzo, el más callejero de los libreros zaragozanos. Su puesto permanecía abierto todos los días del año, fuera invierno que verano. Durante las jornadas del 23 de abril adornaba con banderas republicanas su baratillo en la calle del Teatro, actual de Cosme Blasco. 

Contradicciones culturales en la sociedad de masas  

La literatura salió a la calle de forma masiva y pintoresca. Se montaron “barracas y tableros en las calzadas” donde se vendían “ejemplares viejos, sobados, ineficaces para una obra de cultura” (La Voz de Aragón 23-04-1933). Lo cierto es que la mayoría del vecindario sólo tenía acceso a esos libros “sobados” que Ramón Gómez de la Serna llamaba “zapatos viejos del espíritu”. Remendones hubo en Zaragoza, como Antonio Nasarre de Latosa cuya librería de ocasión se ubicaba en un edificio de 1880, aún en pie, en la calle de San Miguel 14, hoy número 20.

Con su habitual estilo impresionista, José García Mercadal también dejó una ácida pincelada de aquel bullicioso ambiente, no muy distinto al de hoy: “terminada la Feria, desaparecidos de la vía pública los tenderetes uniformes y pacotillescos, plegadas las banderas de los Países suramericanos y enmudecidos los altavoces.” (La Voz de Aragón 25-04-1934). El colorismo de estas imágenes radiografía las tensiones entre la literatura como signo de distinción social y su masificación vulgarizadora. 

¡Que vienen los rusos!

Para unos, las novelitas de quiosco, las más accesibles al bolsillo popular, y en especial “la novela erótica y comunistoide respondían a un plan disolvente, concebido con la intención de quebrantar fundamentos éticos” (Heraldo de Aragón 24-04-1935). En efecto, entre los libros más vendidos en 1932 figuran los dedicados al país de los Soviets, “verdaderas montañas”. Autores como Josep Plá, Ramón J. Sender o Chaves Nogales se apuntaron a la moda de plasmar su peregrinaje a Rusia. Hasta un escritor decadentista y arrabalero como Antonio de Hoyos y Vinent, marqués y anarquista de última hora, publicaría en 1933 una novelita quiosquera titulada “¡Comunismo! El comunismo visto al través de los bajos fondos madrileños”: “—¿Sabes lo que te digo? ¡Que el cochino mundo está pero que mu mal organizao. Si tú hubieses leído a Lenin...”  La editorial Castro, donde apareció la novela de Antonio de Hoyos, lanzó en 1933 una colección titulada “Documentos de la nueva Rusia” al precio de entre una y dos pesetas. Entonces, una ración de callos costaba 75 céntimos: ideología contundente para bolsillos tan vacíos como los estómagos.

La ola verde

Un país de conventos y cuarteles, barraganas y lupanares, no podía dejar de producir “literatura pornográfica”. Al principio, hojas volanderas de pésima elaboración que menudeaban en mancebías y se trapicheaban con embozo por las calles. A finales del siglo XIX circulaban ediciones privadas a cargo de imprentas fantasmas (“Imprenta de Sacarías Leche”). Pero el clímax llegará en los primeros treinta años del siglo XX, una “ola verde”, según el inefable Álvaro Retana, que iba desde el relato galante, achampañado y frívolo, hasta la pornografía más descarada, pasando por el truculento testimonio naturalista. Retana aventura una lista de autores donde figura él mismo, Felipe Trigo, Alberto Insúa y Artemio Precioso. 

Algunas de estas obras mantenían su difusión clandestina, otras se exhibían en quioscos a través de colecciones semanales, formato bolsillo y paginación escasa para facilitar su lectura con una sola mano. Su precio asequible, entre 25 céntimos y una peseta, provocadores títulos y sugerentes ilustraciones las hacían irresistibles. Así, “La biblioteca Virgo”, donde aparecieron títulos como “El coño de Celindaja”, firmado por el anónimo “Polla dura”. A punto de comenzar la feria del libro de 1932, La Voz de Aragón alertaba: “Se ha desatado la pornografía de libros en esta ciudad. Las portadas más obscenas se muestran en los escaparates de kioscos.” 

Lecturas para entender el presente

Pese al boom editorial sobre Rusia y los folletines sicalípticos, lo cierto es que los clásicos y los novelistas entonces de éxito como Fernández Flórez, Zamacois, Pedro Mata o Jardiel Poncela, seguían siendo los más demandados por el público zaragozano. Tras la victoria de la CEDA en noviembre de 1933 “se buscan con verdadera avidez las obras de ”las derechas“, de Alcalá Galiano, de Cristobal de Castro, del general Mola” (Heraldo de Aragón 30-04-1933). La gente quería entender el momento histórico y buscaba su sentido en los libros. 

Sólo cuando podamos con orgullo publicar estadísticas asombrosas de libros editados y vendidos en España podremos tener la seguridad y el orgullo de que vivimos en una gran auténtica democracia” (La Voz de Aragón 23-04-1931). Palabras que reflejan el “pensamiento mágico” con que nació la Segunda República y que el general Mola, entre otros renombrados autores, se encargaría de desmentir.

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