Del Corpus, volver a casa y la ropa de guardar

Cada vez que me toca deshacer el camino de la emigración y volver a casa de vacaciones, me pasa lo mismo. Mezclado con el nerviosismo, la ansiedad del viaje y la ilusión de ver a la familia, me entra un miedo terrible a cómo me juzgarán.

Es un sentimiento que me pilla de sorpresa, porque a mis treinta-y-unos-cuantos yo pensaba ya que había llegado al momento que llevo toda la vida esperando, y es que ya me importe un rábano en salsa lo que los demás piensen de mí.

Pues al parecer no, porque a unos días de coger carretera y manta de vuelta a Andalucía, me encuentro en un pánico pensando en cómo las personas que conozco–y las que no–interpretarán las decisiones que he tomado para mí y para mi familia fuera de casa, y sin ninguna presión social.

En medio de esta tormenta emocional, con copa de vino en mano me metí en mi cuenta de Instagram @andalucesemigraos para preguntar a quienes allí me acompañan si el sentimiento era solo mío. Y resulta que no, mira tú por donde. Esto me alivió un poco, porque ya se sabe que mal de muchos, consuelo de…

Aquí algunas de las respuestas que me han enviado: “A mí me agobia decir los años que llevo fuera”, “que si hablo más fino”,“pasa, comadre, pasa. Sienten que pones en crisis su modelo de vida y se defienden ”,“mucho ”,“a mí me da igual lo que opinen”.

En este estudio de Young et al., los autores investigaron cómo estudiantes en el extranjero negocian su identidad y encontraron que durante el tiempo fuera de su contexto habitual, se centraron más en su faceta individual que en la social. Es decir, cuando dejaron su hogar se centraron más en sus características personales que les diferencian de otros, más que en aquellas que les asemejan al grupo.

Como madre emigrante, yo he priorizado uno de mis valores personales, la comodidad y el sentirse bien en las prendas que llevas, por encima de los valores con los que crecí (aquello de, el Domingo de Ramos, el que no estrena, se queda sin manos). Y mis hijos ahora son incapaces de ponerse una ropa que les incomode

Por ejemplo, en Sevilla es tradicional vestir a los niños desde que son pequeños de arreglados, o con la camisa de guardar, para ciertas ocasiones, como el Domingo de Ramos o el Corpus. Se les ponen camisas con botones y encaje, o vestidos de nido de abeja que les puede irritar la piel, petos de lana o de punto, zapatos de merceditas o de suela dura que les hacen daño en los pies (doy fe de ello).

Mis hijos, que se han criado en California, no se han puesto en su vida nada más que ropa del algodón más suave y zapato el más cómodo que había.

Esto es porque, como madre emigrante, yo he priorizado uno de mis valores personales, la comodidad y el sentirse bien en las prendas que llevas, por encima de los valores con los que crecí (aquello de, el Domingo de Ramos, el que no estrena, se queda sin manos). Y mis hijos ahora son incapaces de ponerse una ropa que les incomode.

No habría ningún problema con esto, sino porque como les decía, vengo yo rumiando varios días con las miradas que nos lanzarán en el centro de Sevilla en la mañana del Corpus. Aunque no me digan nada, sabré que estarán pensando “mira esos niños cómo van”, o “vaya esa madre que no arregla a los niños para ir al Corpus”.

Quizás sea que a la presión del emigrante que vuelve a casa se me suma la presión social por ser madre. Quizás sea que, como conozco cómo piensa la gente de mi tierra, sus juicios y opiniones los tengo más presentes. En cualquier caso, no pienso dejar que los pensamientos de otras personas decidan lo que tengo que hacer y, por eso, mis niños irán al Corpus sin ropa de guardar.