Espacio de opinión de Canarias Ahora
¡Viva la vulgaridad! (sobre la torre de Ten-Bel convertida en soporte publicitario)

El martes pasado, día 27 de mayo, se presentó en TEA el catálogo de la exposición Materia contemporánea, que recorre de manera muy convincente el trabajo de Javier Díaz Llanos y Vicente Saavedra en el campo de la arquitectura. El libro es resultado de la muestra que, con el mismo título, tuvo lugar en las salas del museo en el año 2017. Sus comisarios, editores ahora de este volumen, fueron Juan Manuel Rodríguez Peña y Rafael Escobedo de la Riva. Vaya por delante el elogio al gran trabajo realizado y a la pertinencia del momento. Lo que sigue, nada tiene que ver, sino en la convergencia temporal, con el feliz acontecimiento sucedido en TEA.
Tenemos en las islas una rara afición para esconder, elidir y menospreciar las trayectorias creativas más señeras, al mismo tiempo que procuramos encumbramientos meramente domésticos para trayectorias mucho más bajas que medianas. Expertos en distribuir la cédula de «celebridad local», nos las arreglamos para llenar de naderías y eventos todo el espacio —de modo que los focos caigan casi siempre sobre asuntos de poca enjundia y escasa capacidad para perdurar y significar—, mientras se condena al ostracismo a figuras que sin embargo construyen trayectorias nacionales e internacionales a pesar de los esfuerzos por el ninguneo. Sin embargo, por la perseverancia y la valía, los trabajos de relevancia terminan por volverse inapelables y llega el momento en que la reparación histórica resulta perentoria: mantener esas obras en la irrelevancia resulta imposible, y contribuye a la generación de profundas anomalías. Así sucede que del mismo modo en que habíamos despreciado, mediante métodos variopintos, la repercusión de lo hecho, nos lanzamos de pronto, con la mejor de las intenciones e impulsados por una honesta necesidad, al asunto de recuperar, valorar y reubicar en su contexto a la figura o figuras a las que antes se había preterido. Esto ha sido así tantas veces que podemos ahorrarnos la necesidad de poner ejemplos.
Este catálogo permite, en el caso de Javier Díaz Llanos y Vicente Saavedra, completar un rescate obligatorio de una manera ejemplar y muy significativa. Me parece que los textos que acompañan esta edición, especialmente la entrevista a los dos arquitectos, los artículos de Juan Manuel Rodríguez Peña y Efraín Pintos y el estudio de Juan Antonio González Pérez completan y amplifican el trabajo de recuperación gráfica de los proyectos principales de los protagonistas y sus métodos de trabajo. González Pérez ofrece, por citar sólo un ejemplo, un recorrido por los sistemas constructivos basados en la adición formal —lo que en artes plásticas sería la serialidad moderna— que aclara doblemente la función combinatoria en relación tanto con las poéticas de los materiales y sus posibilidades formales, como con los procesos de reflexión sobre la arquitectura tradicional (motivado, este interés, según se cuenta, por los continuos viajes a través de la carretera general del sur a lo largo de los años de trabajo en Costa del Silencio). Por su parte, Dácil Perdigón Pérez recorre de manera lúcida la especial relación de Saavedra y Díaz Llanos con las artes plásticas, y su inclusión natural en muchos de los proyectos del estudio durante décadas, hasta el punto de convertirse en una marca de estilo.
Sin embargo, y aunque me proponía escribir una reseña del imprescindible catálogo al que ha dado lugar la exposición, me veo en la obligación de pronunciarme antes acerca de la cruel ironía con la que, no sé bien por parte de quién aún —quizá la isla, quizá la industria del turismo, quizá algún poco avisado empresario, quizá responsables públicos en el campo del patrimonio y del patrimonio cultural—, ha sido recibido el catálogo de la exposición.
Para bien o para mal, todos sabemos en Tenerife el estado deplorable en el que se encuentra Ten-Bel, una de las pocas obras turísticas que construyeron Díaz Llanos y Saavedra. La importancia de esa urbanización es tal que el espacio que se le dedica en el catálogo ocupa casi la mitad de la edición. No en vano esa obra es, probablemente —con permiso del Colegio de Arquitectos—, la más emblemática de toda la producción de Saavedra y Díaz Llanos, no sólo por el volumen de obra construida, sino por la sabia perspicacia, la gran inteligencia con la que los dos arquitectos construyeron un modelo ejemplar como propuesta de un ‘habitar’ para el turismo en las Islas. El modo en que esa obra puso en valor el paisaje para el que se diseñó, las búsquedas y progresos en la idea de que un «turismo de calidad» solo es posible amparado por un «espacio de calidad», y cuestiones formales como la segregación del tráfico peatonal del rodado —¡en la década de 1960!—, la utilización de los materiales mínimos necesarios o la convicción de aspirar a la creación de un paraíso, convirtieron a Ten-Bel, y así lo atestigua el catálogo, en un espacio singular y modélico, que forma parte del imaginario de infancia y juventud de quienes lo vivieron y visitaron.
Hace solo unos años, en la película Para crear un paraíso, que tuve la oportunidad de concebir y rodar con David Baute, dábamos cuenta de Ten-Bel como termómetro del grado de deterioro del proyecto turístico de Canarias, hoy puesto en cuestión como nunca por la ciudadanía. Que ese lugar, Ten-Bel, que probablemente se hubiera podido constituir como emblema y modelo de desarrollo y como espacio de peregrinación para arquitectos de todo el mundo —así sucede con uno de sus modelos confesos, la ciudad-jardín de Tapiola en Helsinki—, se haya convertido en un territorio de devastación, debería ser motivo de vergüenza insular. Pasear por Ten-Bel, hoy, supone en buena medida transitar por una experiencia extrema de destrucción y barbarie, que en cierto modo solo puede explicarse por fenómenos de odio hacia la belleza (puesto que no ha habido guerras o enfrentamientos violentos que lamentar). Del mismo modo, las operaciones de sedicentes reformas que se han practicado en hoteles y apartamentos —se ha pintado el hormigón, se ha panelado, se ha añadido todo tipo de apósitos— forman parte de procesos de deformación que atentan contra el patrimonio cultural que esos mismos lugares encarnan. Que, por ejemplo, se haya sustituido las celosías del edificio de la entrada, se entiende que con el beneplácito de algún protector público de patrimonios, por cristaleras —que, se puede adivinar, no redundarán en beneficio climático alguno para la estructura—, mueve también a la pena o a la risa sarcástica. Sin embargo, que la torre-escultura-escalera-mirador que da la bienvenida a la urbanización, hito principal del lugar, se haya convertido en el soporte publicitario de un parque temático (que tiene a gloria explotar para el disfrute del turista especies exóticas y salvajes), se constituye —en la misma semana en que se presenta el catálogo de Saavedra y Díaz Llanos, con todos los honores, en TEA—, en algo más que un símbolo, en algo más que una ironía, en algo más que una metáfora acerca de la materia contemporánea de esta isla desdichada y triste. Es un golpe de efecto teatral, cinematográfico, en el guion horrendo de nuestra historia reciente. Si así vamos, así seguiremos. ¡Viva la vulgaridad!
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