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Virginia Woolf en el María Guerrero

Virginia Woolf. EFE

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Burgos. De vuelta por carretera a Madrid desde Bilbao. Cansancio y alegría por las cosas bien hechas. “Papá, es imposible, no puedo ir”. Se quedaron impertérritas las entradas en mi mochila. A las ocho de la tarde tenía una cita muy programada en el Teatro María Guerrero: Orlando, de Virginia Woolf, bajo la dirección inestimable de la pontevedresa Marta Pazos. ¿Y qué hago? Inicié una ruta de mensajes telefónicos y llamadas: mi amiga muy querida y admirada María acababa de aterrizar en A Coruña, cumpliendo misiones inapelables con Iberia; la profesora de arte de Villarejo se escabulló como es su costumbre, se iba a la Feria de Córdoba, “qué pena” murmuró; Anabel, siempre atenta a mis autodenuestos, tenía un multitudinario cumpleaños. ¿Y ahora qué hago? Podía ir solo al teatro y poner una chaqueta o una bolsa en la butaca vacía. Podía. Podía no ir y dejar las dos en blanco. Podía, pero ocurrió la magia. “Mi hermana pequeña seguro que se apunta.” ¿Tu hermana pequeña? Espero que sea adulta. Lo era, incluso demasiado como para lanzar irónicos y británicos comentarios un poco cuarteleros. Y allí estábamos. La mánager me había salvado a pesar de que menosprecia la influencia coruñesa en Picasso: se puede olvidar el agravio después de esto.

Virginia Woolf supone la auténtica revolución literaria del siglo XX, la bomba metafórica del periodo de entreguerras, aunque el historiador Julián Casanova no admita esta etiqueta: todo fue guerra todo el tiempo.

Queremos tanto al grupo de Bloomsbury, pero la genialidad solo era ella. Ni los grandes escritores de su tiempo, Proust, Faulkner, Joyce, ni mucho menos Hemingway. La que dio un portazo y provocó un socavón, la única nietzscheana escribiendo a martillazos y transmutando todos los valores, fue ella. Orlando es solo un botón de muestra. Pero era mujer y se suicidó entre las aguas cargada de piedras. Su sobrino lo cuenta casi todo en una tremenda biografía. Todavía no se divulga bien su obra ni se escriben los muchos elogios que merece.

Como le ocurre a tantos olvidados de la historia. Por ejemplo, al movimiento vecinal de este país, al que se reconoció en Bilbao (“España en libertad”, programa del Gobierno de España: reparación y justicia), ese era el gran objetivo de nuestro viaje.

Y allí también me esperaba Mikel, después de tantos años y de casi medio siglo de amistad. Tuvimos tiempo de recordar y repasar, reír y llorar el duro presente, y de querernos mucho como siempre. Y de abrazar a su hijo Miguel. Un viaje insólito a Guinea y la historia de la pastelera de Praga están preparadas para ser escritas, a cuatro manos.

Se me escapa el hilo de la cometa. Marta Pazos desarrolla una maravillosa puesta en escena en el María Guerrero. Por Virginia y por ella compré las benditas entradas. La conocí en un montaje de 2019 en el Español, una ópera bufa y de bolsillo: Je suis narcisiste. Genial, las luces y los colores. Ahora también, luces y colores, algo más contenidos con un verde revolución que lo impregna todo sin estar, con un acertado y elocuente tratamiento del texto.

Por suerte, sí, la hermana pequeña era adulta, perteneciente a esa generación que todavía no ha cumplido los cuarenta y que penetra en la realidad de una manera psicódelica, imposible para nosotros, los menos jóvenes.

“Hay que volver a verla”, le dije, y nos fuimos a un hotel diminuto de la calle Orense a escuchar a una cantante de la edad de mi hijo, veintidós años. “Es un compromiso de apoyo” que mereció mucho la pena como remate a una jornada inesperada y repleta de evocaciones cortazarianas. No se pierdan la obra en el María Guerrero de Madrid, por favor.

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