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Las náufragas de la tormenta

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Me soñé en un barco, un enorme trasatlántico en un año indeterminado de ese periodo que inadecuadamente llamamos “entreguerras”. Podía ser nuestro republicano año de 1931. Pero no: había repercutido en mujer inglesa con casa noble y enorme en York, aunque para ser más rural, en Kent. Volvía de Nueva York, de una aventura de amor loco y frugal con un agente de cambio y bolsa que lo había perdido casi todo en la crisis del 29. Lo había perdido casi todo menos la vergüenza. Me acompañó hasta la pasarela del barco y le dio una lujosa propina a uno de los mozos para que le dejara pasar a mi camarote de primera clase. Sus intenciones, aviesas y traviesas –insistió mucho en lo segundo- no querían sonar a despedida. Le dejé hacer: casi tengo que tirarlo por la borda antes de zarpar.

Volvía de Nueva York para cerrar mi pesado divorcio con aquel australiano de muchas tierras, mucho ganado y ambición, y casi ningún sentimiento. Pude tener dos hijos en esa convivencia de casi diez años, iniciada con el can-can y terminada con los acordes del primer jazz moderno. Quizás las cosas no hubieran acabado tan mal sin esa evolución siniestra de la vida. Deseosa de cenar en “Rules”, la primera noche me abalancé sobre la mesa del capitán para la primera cena en el barco que en realidad fue la última: una intensa tormenta nos cubrió, mareó y casi maldijo hasta que llegamos a puerto diez días después.

Mi vieja amiga Celia Trulock, casada con un emocionante y aburrido pintor realista, parloteaba con el obispo anglicano que tenía a su derecha. Este, muy entretenido en justificar sus esfuerzos en pos de la paz entre las naciones, no se percató del arrobo de mi amiga y del inicio de un mareo infernal que acabaría entre vómitos y delirios para ambos. Cada uno en su camarote, eso sí.

No me quedó otra que entretener la mirada con el pintor. Recién llegado de un periplo latinoamericano de dos años, deseaba contar. No tenía ganas ni fuerzas para traicionar a Celia, pero todo conspiró a favor. Prácticamente fuimos las dos únicas personas que no nos mareamos durante aquel viaje, así que dimos cuenta del champán, del foi y del caviar en el salón principal. La traición a la cursi Celia se consumó cuando de la tormenta solo quedaba el viento, muy fuerte y muy apropiado.

Estuvimos casi juntos dos años y medio, hasta los albores de la nueva guerra. Él fue reclutado como oficial, yo me quedé en casa cuidando de los muertos y esperando a los que estaban por venir, muchos.

Creo, hoy más que nunca, que me equivoqué en casi todo. Y que los únicos días que merecieron la pena y el esfuerzo, fueron los que transcurrieron en la mar océana en medio de aquella tormenta. Solo es poesía y rock&roll, compañera.

 

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