¿Por qué Rasputin daba tanto miedo? La historia de cómo un monje sucio y desaliñado logró poner en jaque a todo un imperio

Era feo. Y sucio. Y olía mal. Tenía la barba revuelta, el pelo siempre húmedo y una mirada que no se olvidaba. Todo lo que lo rodeaba generaba incomodidad, como si bastara con verlo para notar que algo no iba bien. Incluso en las fotografías más sobrias hay algo en su expresión que molesta, como una interferencia difícil de explicar.
Durante años, lo que muchos sintieron al tenerlo delante fue miedo, pero no un miedo cualquiera, sino una especie de desasosiego turbio, físico, como si la amenaza estuviera mezclada con algo más primitivo. Ese miedo se fue extendiendo en silencio hasta alcanzar los salones del palacio imperial ruso.
La fama de curandero le abrió puertas en los círculos más poderosos de Rusia
Cuando Grigori Rasputin apareció en San Petersburgo en 1903, ya tenía fama de curandero. Había recorrido aldeas, monasterios y ciudades, y en cada sitio decía lo mismo: que podía sanar con el cuerpo, las manos o la mirada. Enseguida se ganó el favor de Theophan, inspector de la Academia Religiosa, y del obispo Hermogen.
Por entonces, entre los nobles rusos se había puesto de moda el ocultismo, así que Rasputin, que parecía salido de un sueño turbio, encajó con una facilidad desconcertante. A los pocos años, lo invitaron al palacio de los zares. Alexandra Fiódorovna, desesperada por la enfermedad de su hijo, escuchó a quien le aseguró que ese hombre podía ayudarles.

Durante una crisis especialmente grave de Alekséi, el heredero hemofílico, Rasputin logró calmarle el dolor sin medicina ni cirugía. Se limitó a hablarle y quedarse a su lado. Los médicos no supieron explicarlo. Desde ese momento, la emperatriz quedó convencida de que su vida y la del niño dependían de él.
Poco después, Rasputin avisó a los padres de que lo que ocurriera con el trono estaría vinculado para siempre a su propia suerte. Desde ese momento, su influencia dentro del palacio se convirtió en algo constante.
Mientras tanto, fuera de los muros imperiales, su fama se volvía cada vez más siniestra. Predicaba que el contacto físico con él tenía un efecto purificador. Las historias sobre orgías, abusos y borracheras se acumulaban en la prensa y en los rumores.
El zar intentó apartarlo, pero su esposa se aseguró de que regresara pronto
En 1911, el primer ministro Stolypin elaboró un informe detallado sobre su comportamiento y se lo presentó directamente al zar. Tras leerlo, Nicolás II decidió expulsarle de San Petersburgo. Alexandra, en cambio, presionó para que volviera. En solo unos meses, Rasputin estaba otra vez en la corte, más asentado que nunca.

A partir de 1915, con el zar ausente por la guerra, su posición se volvió aún más poderosa. Aconsejaba a la zarina sobre nombramientos políticos y eclesiásticos. También opinaba sobre decisiones militares, a pesar de carecer de cualquier formación. Según sus detractores, su influencia favorecía a personajes oportunistas y provocaba errores graves. Aun así, nadie conseguía apartarlo del centro de poder. Cuando surgían críticas, el zar prefería ignorarlas. Algunos ministros que lo acusaron acabaron relegados o destituidos.
Uno de los aspectos que más desconcierto provocaba era la mezcla de santidad y degeneración. En presencia de la familia imperial, Rasputin mantenía siempre el aspecto de un campesino piadoso. En cuanto salía de palacio, volvía a sus excesos de siempre. Quienes se cruzaban con él fuera de la corte sabían que había algo que no encajaba. El diputado Vladimir Purishkevich, que acabó participando en su asesinato, apuntó que Rasputin estaba “llevando a Rusia a la ruina”.
Un grupo de nobles decidió matarlo convencido de que era un peligro nacional
El miedo que generaba no se basaba en gritos ni amenazas. Bastaba su presencia, su forma de aparecer en mitad de todo, con su ropa arrugada, sus gestos lentos y una mirada que parecía atravesar paredes. Nadie entendía cómo alguien así había llegado a influir tanto.

Por eso, un grupo de aristócratas, convencidos de que el país se derrumbaba por su culpa, tramó un plan para matarlo. Le invitaron a casa del príncipe Félix Yusúpov. Le ofrecieron vino envenenado y pasteles con cianuro. Al ver que seguía en pie, le dispararon. Cuando se levantó del suelo, aún sangrando, salieron tras él. Alguien más le disparó otra vez. Su cuerpo terminó en el río Neva.
La autopsia desmintió la versión que circuló después. Rasputin no murió ahogado. Le mataron a tiros antes de arrojarle al agua. Su cadáver fue hallado días después, congelado. Lo que no desapareció fue el miedo que muchos seguían sintiendo al oír su nombre, incluso después de muerto.
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