Castigos brutales, motines y sangre: la historia real que forjó la leyenda de William Kidd

Se le rompió la cuerda. A la primera no murió. El cuerpo de William Kidd cayó al suelo delante de todos, como si incluso el patíbulo se resistiera a poner fin a aquella historia. Hubo que colgarlo una segunda vez.
Era 23 de mayo de 1701 y el puerto de Londres asistía a un espectáculo que no olvidaría fácilmente. La multitud observaba cómo el cadáver de uno de los hombres más temidos de los mares terminaba su travesía sin gloria, balanceándose sobre el río Támesis.
El castigo parecía diseñado para que nadie olvidara su nombre. El cadaver permaneció expuesto en una jaula de hierro durantres años, colgado junto al agua como advertencia pública. Para cuando lo ejecutaron ya era un nombre que circulaba con fuerza por los puertos del Atlántico.
Un asesinato a bordo que acabó costándole la cabeza
Kidd no se había ganado esa fama por sus presas o tesoros, sino por la dureza con la que trataba a su propia tripulación. La brutalidad no era un accidente. Era una constante. Castigaba sin fin, exigía obediencia absoluta y reprimía cualquier atisbo de descontento a golpes y encierros.
Uno de los momentos más conocidos ocurrió a bordo del Adventure Galley, cuando golpeó con un cubo de hierro a William Moore, tripulante que se había atrevido a cuestionar sus decisiones. Moore murió a las pocas horas con la cabeza fracturada. Kidd justificó el ataque diciendo que el marinero había sido insolente. Pero la realidad es que ese acto selló su destino.

La violencia interna, que muchos capitanes toleraban para mantener el orden, en su caso se convirtió en prueba irrefutable para su condena por asesinato.
Mucho antes de llegar al cadalso, ya había dejado una estela de deserciones y amotinamientos. Los hombres huían de sus barcos cada vez que tocaban puerto, temiendo tanto a los enemigos como a las jornadas a su lado.
Durante la travesía en el Adventure Galley, buena parte de la tripulación cayó enferma o abandonó el viaje. Los que quedaban hablaban de castigos a base de grilletes, raciones reducidas y jornadas sin descanso. El desgaste físico se sumaba al miedo constante. Kidd no era un capitán que inspirara lealtad.
El cazador de piratas que terminó comportándose peor que ellos
La paradoja era evidente. El mismo hombre al que se había encomendado la tarea de cazar piratas en nombre de la Corona británica actuaba muchas veces con más dureza que aquellos a los que debía perseguir. Tenía patente de corso, un documento oficial emitido por el monarca que autorizaba a un capitán a atacar barcos enemigos durante tiempos de guerra, siempre que entregara parte del botín al gobierno. Pero su reputación ya había cruzado la delgada línea entre corsario legal y pirata fuera de control.
En uno de sus viajes, capturó un barco llamado Quedagh Merchant, lo que provocó una crisis diplomática por tratarse de un navío con salvoconducto francés. Kidd intentó justificar la acción, pero los testimonios recogidos por la East India Company alimentaron la sospecha de que sus métodos no solo eran crueles, sino abiertamente delictivos.

Antes de su captura, intentó salvar su pellejo enterrando parte de sus riquezas en las islas Gardiners, al este de Nueva York. Creía que podría negociar con el gobernador Bellomont, que había sido uno de sus protectores. Pero cuando acudió a él esperando clemencia, encontró traición. Fue arrestado y encerrado en condiciones infames. Su juicio en Londres duró apenas dos días. Ni sus cartas al rey Guillermo III ni las explicaciones sobre su comportamiento violento convencieron al tribunal.
La brutalidad que había ejercido durante años le pasó factura cuando más necesitaba una defensa. La Corona prefirió sacrificarle antes que verse salpicada por los rumores de complicidad. Tras su muerte, la historia borró los matices y su crueldad se convirtió en el rasgo más recordado de su trayectoria. Años después, cuando Robert Louis Stevenson escribió La isla del tesoro, el nombre de Kidd ya figuraba como ejemplo de la clase de piratas que poblaban las historias de aventuras.
Lo que le mantuvo en el recuerdo no fueron sus tesoros ni sus hazañas, sino la manera en que infundía miedo a quienes le rodeaban. William Kidd terminó colgado dos veces, pero lo que realmente lo condenó fue el terror que sembró entre los suyos.
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