Arthur Conan Doyle se hartó de Holmes y lo arrojó por un precipicio, pero los lectores lo obligaron a resucitarlo

Murió, pero no del todo. O eso creyó su autor. Lo arrojó al abismo, lo despidió con una carta y se convenció de haber ganado. Era 1893 y Arthur Conan Doyle ejecutó, a conciencia y con precisión, el crimen literario perfecto: hacer desaparecer para siempre al detective más famoso del mundo. Pero la literatura se volvió contra él. En lugar de descansar tras haberlo eliminado, se encontró atrapado por la sombra de lo que había creado.
El día que Conan Doyle decidió matar al detective más famoso del mundo
Las cataratas de Reichenbach, en Suiza, no fueron solo el escenario de una caída. Se convirtieron en una trampa para su autor. En El problema final, Doyle llevó a Holmes al borde del precipicio con un propósito muy claro. Frente a él situó a Moriarty, un enemigo construido a medida para parecer invencible. Los enfrentó y los hizo desaparecer. El plan parecía cerrado. Solo que no lo estaba.
Lo que vino después no lo vio venir. The Strand Magazine, donde se publicaban las aventuras del detective, perdió más de 20.000 suscriptores tras la supuesta muerte. En las calles de Londres se habló incluso de jóvenes que salieron con brazaletes negros. El duelo no fue simbólico, fue masivo. Las cartas que llegaban al despacho de Conan Doyle ya no pedían nuevas historias: exigían una resurrección.

Esa presión no surgió de la nada. Para cuando publicó su adiós, Holmes ya era un fenómeno de escala internacional. El propio autor llegó a decir en una entrevista que “he tomado tal sobredosis de él que me siento hacia él como me siento hacia el foie gras, del que una vez comí tanto que su solo nombre me produce náuseas hasta hoy”. Conan Doyle intentaba abrirse camino en otros géneros, especialmente en la novela histórica, pero el detective lo eclipsaba todo.
Volvió a publicarlo, pero lo hizo sin ganas y casi por obligación
El primer intento de respuesta fue a medias. En 1901 lanzó El sabueso de los Baskerville, aunque la historia estaba ambientada antes de la caída en las cataratas. Fue una maniobra para mantener el interés sin tener que contradecir la supuesta muerte. Sin embargo, ese gesto no calmó las cosas. La presión continuaba. Así que, dos años más tarde, en 1903, Doyle dio marcha atrás y publicó La casa deshabitada, donde Holmes reaparecía explicando que había fingido su muerte para burlar a los aliados de Moriarty.
La vuelta no fue un acto de inspiración, sino una rendición. Doyle explicó en una carta que “se me ha reprochado mucho haber dado muerte a ese caballero, pero sostengo que no fue asesinato, sino homicidio justificable en defensa propia, ya que, de no haberlo matado, él me habría matado a mí”. Con esas palabras intentó justificar algo que ya no podía controlar.
El detective sobrevivió a su autor en todos los sentidos
Desde ese momento, quedó claro que Holmes ya no era únicamente suyo. Las historias posteriores, publicadas hasta 1927, no hicieron más que reforzar la idea de que el detective se había independizado de su autor. La influencia del personaje superó con creces a la de cualquiera de las obras que Conan Doyle consideraba más importantes. Títulos como Sir Nigel o La Compañía Blanca apenas figuran hoy fuera de los círculos académicos.

Mientras tanto, Holmes sigue más presente que nunca. Su dirección ficticia, 221B Baker Street, continúa recibiendo cartas. Ha sido interpretado en series, películas y videojuegos. Y lo más llamativo de todo es que su creador, el hombre que trató de matarlo, sigue siendo recordado precisamente por haberle dado vida.
Al final, lo que parecía una despedida se convirtió en una condena. Doyle quería enterrar a Holmes para poder respirar, pero acabó enterrándose con él. En vez de liberarse, firmó su propia sentencia como escritor encasillado. El detective vivió, sí, pero a costa de su autor. Y ese fue el caso más difícil que jamás resolvió.
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