Marina Lobo, periodista: “El trabajo ya no dignifica, hoy ni siquiera te permite cubrir lo más básico”

Carla, de 33 años, trabaja como dependienta en una tienda de ropa que, pese a no hacerla feliz, es suficiente para pagar su angosto piso en Madrid. No sabía que su vida daría un cambio radical cuando, un día cualquiera, una serie de altercados inesperados le hicieron perder su trabajo, pero no sus ganas de venganza.
La mejor empleada del mundo (Temas de Hoy) es una novela que logra colorear con una peculiar ironía y comicidad un tema tan vital y latente en el presente de muchos jóvenes (y no tan jóvenes): la precariedad, la desmotivación laboral y las injusticias de unas generaciones a las que se ha tachado de desmotivadas, carentes de oportunidades.
A lo largo de sus páginas, la periodista y guionista Marina Lobo (León, 1992) critica un sistema laboral que desgasta, aísla y desvaloriza a las personas, haciéndolas sentir prescindibles incluso cuando dan lo mejor de sí. Esta sensación de reemplazabilidad constante en el entorno laboral actual está especialmente presente en trabajos precarios, donde los trabajadores se aferran a cualquier pequeña ventaja (aunque sea tan mínima como para ganar un único día extra de vacaciones) como forma de proteger su valor dentro del sistema.
“El trabajo ya no dignifica, si es que alguna vez lo hizo”
Lobo gira su crítica en torno a un ambiente capitalista donde el trabajo se convierte en un acto frustrante, repetitivo y hasta absurdo; donde la alta rotación, falta de vínculos personales y mayor dedicación al trabajo que al ocio, generan un ambiente hostil y deshumanizado. Incluso muchas veces, describe ese momento de trabajar como el de ponerse una máscara, como si adquiriésemos una identidad diferente: “Te llegas a dar cuenta de que estás interpretando un personaje, que no eres igual en tu puesto de trabajo que en tu casa, con tu pareja o con tu familia”, cuenta en conversación con elDiario.es.
Este estado permanente, opina Lobo, te lleva a cuestionar quién eres o qué quieres hacer con tu vida: “Muchas veces me levanto, voy a trabajar y me pregunto: ¿qué sentido tiene todo esto? Luego, reflexionando me doy cuenta de que el trabajo ya no dignifica, si es que alguna vez lo hizo”. Y menos aún “hoy, cuando ni siquiera te permite cubrir lo más básico, tener una mínima estabilidad, ¿qué dignidad puede haber?”.
La protagonista, en un momento del libro, describe con cierta ironía el momento de buscar un trabajo, donde se exige una “lista interminable” de requisitos que remata con un escueto y ambiguo “salario a convenir”. De algún modo, la sensación que germina tanto en ella como en quienes han pasado por una situación similar es la de insuficiencia, como si nunca se fuera lo bastante bueno. A esto se le une también el problema de que “estamos muy sobrecualificados para muchos de los puestos a los que optamos y cuesta mucho romper esa barrera de pasar, por ejemplo, de hacer prácticas a un trabajo y sueldos normales”.
Estamos muy sobrecualificados para muchos de los puestos a los que optamos y cuesta mucho romper esa barrera de pasar, por ejemplo, de hacer prácticas a un trabajo y sueldos normales
Pero Lobo logra retratar tan bien a la protagonista, en parte, gracias a su propia experiencia personal. Ella vino a Madrid a estudiar y durante ese tiempo estuvo haciendo prácticas no remuneradas, sin cobrar en trabajos precarios: “Hasta hace dos años, el día diez del mes, miraba la cuenta para ir a hacer la compra al supermercado. Muchos dirán que la experiencia crea posibles oportunidades laborales pero lo cierto es que también crea esclavitud”. Lobo confiesa que ella, como Carla, trabajó en una tienda de ropa durante un año “muy duro, hasta que un día decidí irme y fue el mejor día. Nunca he sentido una liberación tan grande”.
Este sufrimiento que muchos experimentan en sus trabajos, explica, se ha normalizado sobre todo en profesiones con un componente más creativo o humano, hasta el punto en el que “juegan un poco con tu ilusión”. A esta realidad se le une, prosigue, la expectativa social de sacrificio extremo por “vocación”, usando esta para justificar condiciones laborales abusivas. Lobo denuncia que, no al margen de esta situación, existe un desprecio hacia las nuevas generaciones, acusándolas injustamente de falta de esfuerzo cuando, en realidad, las condiciones han empeorado.
Según un informe de la OCDE, en España, la mediana del costo hipotecario representaba entre el 34% y el 47% de los ingresos disponibles en los hogares más pobres a la hora de ver sus ingresos. Un porcentaje considerado razonable según los estándares económicos. Este desajuste no solo se refleja en la subida del precio de los alquileres, sino también en la desconexión entre los salarios actuales y el coste real de vida. Mientras el salario medio bruto mensual se sitúa en torno a los 2.290€/mes, coincidiendo con la cifra oficial del INE para el primer trimestre de 2025. Según los datos del Índice Inmobiliario Fotocasa, alquilar un piso estándar (80 m²) en una capital puede superar fácilmente los 1.000–1.200€, lo que deja poco margen para cubrir el resto de necesidades básicas. Además, un 40% de los inquilinos españoles dedican más del 40% de sus ingresos al pago del alquiler, muy por encima del 20% de media en la Unión Europea.
Sin embargo, en medio de esta realidad, empieza a brotar una esperanza: “Las generaciones actuales estamos empezando a despertar a base de todas esas malas y difíciles experiencias que hemos tenido que vivir, comenzamos a preguntarnos el sentido de pluriemplearse para no llegar ni a lo básico”. Es por esta razón por la que Marina cree que existe una ruptura tan grande entre, por ejemplo, las relaciones con los jefes de otra época y la de ahora. “Esta típica frase de 'es lo que hay', ahora se lo decimos nosotros a los jefes: queremos teletrabajo o no vamos a hacer una hora extra. Me da igual que me la pagues porque no me va a solucionar la vida. Y yo me voy a mi casa lo antes que pueda”.
Aun así cree que es bonito ver cómo hay gente que se toma el trabajo de otra manera, que sabe poner los límites y sabe cambiar las expectativas para priorizar otras realidades como la salud mental o el tiempo propio. Esa necesidad de desconectar, de irse a la playa, de pasear y no tener preocupaciones es lo que lleva a la autora, a lo largo de esta conversación, a citar una frase de una canción de Rigoberta Bandini: Quiero vivir, disfrutar de la vida y hacer todo lo que antes no estaba haciendo.
La generación que no se conforma ni se calla
“La precariedad tiene muchas capas y no todas las personas la experimentan del mismo modo ni con la misma intensidad”. Además, Lobo explica que existe un miedo latente a caer en ella o a volver a situaciones pasadas, como ir a vivir con tus padres a los 35 años porque no puedes permitirte pagar un alquiler. Explica que el temor a llegar a esas situaciones nos empuja a aceptar cualquier trabajo que se nos ofrezca, “por si acaso”, aunque no sea lo que realmente queremos o merecemos.
He aprendido que callarse también tiene consecuencias, y por eso reivindico la importancia de hablar claro, de visibilizar lo que nos ocurre
También, durante años ha existido una “precariedad silenciosa”, de la que durante mucho tiempo no se hablaba, explica la autora: “Recuerdo que, en la generación de mis padres (la que vivió de lleno la burbuja inmobiliaria), reconocer dificultades económicas era casi un tabú. Todo giraba en torno a mantener las apariencias de que las cosas iban bien, como si admitir la fragilidad fuera sinónimo de fracaso”.
Sin embargo, confiesa que hoy, entre sus amigas y especialmente cuando hablan de vivienda, se atreven a decirlo en voz alta: “Comentamos sin filtros cosas como: 'Cobro 1.500 euros, ¿por qué no puedo permitirme un piso?', 'no encuentro alquiler' o simplemente 'no me puedo permitir vivir sola'. ”Son realidades que antes se escondían más, pero que ahora nos negamos a silenciar“, afirma Lobo.
La autora alude a que muchos jóvenes han sido educados en la cautela, que se les enseñó a medir cada palabra bajo el mítico “ten cuidado con lo que dices”. “Pero he aprendido que callar también tiene consecuencias”. Por ello, reivindica la importancia de hablar con claridad, de visibilizar el malestar y dejar de esconderlo bajo máscaras. Porque “nombrar lo que duele es también una forma de empezar a transformarlo”, añade.
Une más la precariedad que la generación
Pero, tal y como afirma, este es un drama que afecta al menos a dos generaciones (millennial y Z) Aunque también alcanza a otras. Así, “une más la precariedad que la generación” y es por eso que cree que deberíamos enfocarnos en lo que nos une más que en lo que nos separa. “La brecha generacional, en realidad, me parece un espejismo que sirve más para dividirnos que unirnos”. Lobo apunta que los medios de comunicación alimentan esta idea “porque vende”, pero percibe a su vez que esos límites se van diluyendo: “Al fin y al cabo, llevamos un par de generaciones enfrentándonos a los mismos problemas estructurales, lo que nos acerca más de lo que nos distancia”.
Reírse como forma de resistencia
La reflexión que queda de todo esto, dice la periodista, es que estamos atravesando una época en la que intentar que todo duela un poco menos se ha vuelto una misión generacional: levantarse cada mañana, alejarse de tus seres queridos, dejar en pausa los planes... Y aun así seguimos, buscando una suerte de alivio por diversas vías. La autora está de acuerdo que el humor muchas veces es vital para afrontar las dificultades, aunque paradójicamente encontrar un chiste que supere la realidad es cada vez más complicado. “Ahora mismo vivimos en un mundo tan absurdo que solo lo podemos entender, o mejor dicho, solo lo podemos asimilar desde lo absurdo también”, afirma Lobo.
“Mi generación y la que viene detrás, la Z, nos aferramos al meme muchas veces como forma de resistencia: me va a pasar esta desgracia, pero las risas que me voy a echar contándolo”. De ahí nace también el deseo de escribir historias como la suya donde la protagonista rompe la barrera siendo auténtica en un momento de liberación total, en situaciones donde lo normal sería morderse la lengua. Eso es lo que necesitamos: relatos donde no siempre perdamos. Porque “bastante drama tenemos ya como para que también la ficción se ensañe”. En el fondo, es una forma de seguir adelante, de transformar la tragedia en humor sin por ello dar el brazo a torcer y de, ante todo, reafirmar nuestro valor como personas.
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