Así fue cómo la Guerra Fría transformó la Antártida en un campo de pruebas biomédico con aval de la NASA

Antártida

Héctor Farrés

8 de junio de 2025 13:33 h

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Las bolsas de sangre colgaban junto a los tubos de ensayo repletos de muestras nasales. El frío se colaba en los barracones, congelaba las pipetas y rompía los frascos antes de poder sellarlos. En una de las mesas del laboratorio, una libreta registraba a mano los ciclos de infección entre los marineros del USS Staten Island. Aquel rincón helado del mundo se había convertido en un centro de experimentación biomédica impulsado por intereses que iban mucho más allá de la salud pública.

Un médico australiano fue el primero en sospechar que la Antártida no era un entorno tan puro

La Antártida se convirtió en un laboratorio real donde se cruzaban bacterias, aislamiento extremo y tensiones políticas. La investigación llevada a cabo por la historiadora Vanessa Heggie saca a la luz una de las facetas menos conocidas del siglo XX: el uso del continente helado como banco de pruebas para experimentos financiados, entre otros, por la NASA.

El estudio, publicado en Medical History, documenta cómo las bases científicas en la Antártida fueron fundamentales para estudiar el comportamiento de infecciones en grupos humanos aislados, en pleno auge de la Guerra Fría.

La trayectoria comenzó mucho antes, con un médico llamado Archibald McLean, que formó parte de la Expedición Antártica Australiana entre 1911 y 1914. Su trabajo consistía en recolectar microbios humanos y ambientales en condiciones extremas, y fue el primero que planteó dudas sobre la supuesta pureza microbiana del continente.

Su hipótesis apuntaba a que los microorganismos llegaban desde el exterior, transportados por los propios exploradores. Además, observó un patrón que rompía con la lógica médica del momento: quienes pasaban largos periodos en la base enfermaban justo al regresar a casa.

La NASA vio en el hielo polar una forma de anticiparse a los retos de los viajes espaciales

Esa sospecha cobró fuerza décadas más tarde con el inicio de la operación Snuffles, una investigación que nació dentro del programa estadounidense Operation Deep Freeze y que convirtió a las bases militares y científicas en centros de vigilancia microbiológica. William Sladen, un médico británico que acabó especializándose en biología, fue el encargado de coordinar el estudio.

Su equipo recogió cientos de muestras nasales y sanguíneas entre marineros y científicos repartidos por diversas instalaciones. El objetivo era entender cómo se propagaban las infecciones en comunidades pequeñas y completamente aisladas.

Los resultados apuntaban en una dirección que interesaba especialmente a la agencia espacial estadounidense. Según la investigación citada por Heggie, algunas cepas de bacterias sobrevivían dentro del cuerpo humano durante meses sin provocar síntomas, incluso en condiciones de limpieza extrema. Además, el contagio entre compañeros era mucho menos frecuente de lo esperado. Esto alimentó la hipótesis de que la vida en entornos cerrados —como estaciones espaciales— no generaría epidemias automáticas si se controlaban ciertos factores ambientales.

Algunos experimentos se sabotearon desde dentro y otros se perdieron por fallos técnicos o tormentas

La investigación no estuvo exenta de obstáculos. En 1959, en la base Wilkes, uno de los integrantes del equipo rompió voluntariamente los cultivos médicos y el instrumental, lo que echó por tierra los registros de esa temporada. En paralelo, muchas de las muestras que sí llegaron a recolectarse acabaron deterioradas por fallos eléctricos, tormentas de hielo o errores logísticos. A pesar de ello, el interés científico no decayó.

En 1979, en la base de McMurdo, la NASA impulsó un experimento singular que consistía en repartir pañuelos tratados con virucidas entre el personal de la estación. El test pretendía evaluar la efectividad de esa medida contra infecciones respiratorias. El resultado, según los datos recuperados por Heggie, fue una reducción sustancial de los contagios entre los participantes.

El estudio también cita el caso de un individuo identificado con las siglas WS, que fue objeto de seguimiento durante más de quince años. El interés por su evolución microbiana se centró en cómo una cepa concreta de Staphylococcus aureus pasó de ser sensible a la penicilina a desarrollar resistencia, un proceso que se vigiló con detalle a través de análisis repetidos en el tiempo.

Estas investigaciones, marginadas durante décadas, ayudan a entender por qué la Antártida fue considerada un espacio ideal para simular condiciones espaciales. La combinación de aislamiento, bajas temperaturas y estructuras cerradas reproducía, en cierto modo, las características de una cápsula espacial. Para la NASA, ese entorno ofrecía una oportunidad real para observar cómo respondía el cuerpo humano sin interferencias externas ni presiones públicas.

Al revisar estos episodios, el trabajo de Heggie desmonta la imagen idílica del continente como una superficie estéril y revela su papel concreto en el desarrollo de la biomedicina en plena tensión geopolítica. No solo se analizaron gérmenes: también se puso a prueba la capacidad del cuerpo humano para convivir con ellos sin ayuda exterior.

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