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El horror tras aquellas guerras

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Se han cumplido ochenta años del final de la Segunda Guerra Mundial. Se han celebrado pocos actos de recuerdo. Y nadie parece acordarse de lo que sucedió tras una conflagración que llevó el infierno a diferentes lugares.

Tantos años después los europeos demuestran no haber aprendido nada. Andamos jugando con fuego. Los interesados directos olvidaron los horrores para sobrevivir, las generaciones siguientes, los nietos, intentaron aclarar algunos de aquellos sucesos terribles. Nosotros,  más alejados, ya no sabemos nada y los que nos sucedan  sabrán mucho menos del horror individual y colectivo tras unas postguerras que son como todas las postguerras una acumulación de desastres. Poco se recuerda del horror que desencadenaron los alemanes. Como mucho los campos de exterminio y las matanzas industrializadas. Nada del horror que, como respuesta, pusieron en marcha los aliados. Nada de los sufrimientos y miedos inútiles de mujeres, niños y ancianos. En cuanto a los hombres y jóvenes conocían otras formas de horror, el de los frentes de combate.

A recuperar ese catalogo de horrores nos ayudan los libros. No suelen ser best-seller, tampoco novelas  aderezadas con grandes dosis de invención. Son historia reales, de gentes corrientes, con nombres y apellidos, en diferentes lugares. El primero de esos libros cuenta la destrucción que vino desde el cielo previamente ensayado en Guernica.

Guernica se convirtió en el escenario  de  nueva  una forma de destrucción  que los alemanes probaron en un territorio lejano, considerado  salvaje: “su idioma es feo, no entendemos una sola palabra. Sus casas son bajas, estrechas y sucias. Nunca se lavan y les huele el aliento,” escribe Odón von Horvath en el libro Un hijo de nuestro tiempo.

Luego llegó W. G. Sebald, nacido alemán, afincado en Inglaterra. Narra  la destrucción de las ciudades alemanas. Los aviones pertenecen a los aliados. Cuenta en su libro Sobre la historia natural de la destrucción que la Royal Air Force arrojó un millón de toneladas de bombas sobre ciento treinta y una ciudades y pueblos atacados, en algunos casos una vez, en otros repetidas veces. Unas seiscientas mil personas fueron víctimas de la guerra aérea en Alemania por el horror que provenía del cielo. Tres millones de viviendas fueron arrasadas.

Para sobrevivir, mientras ciudades, pueblos y vidas se destruían, se anunciaba la reconstrucción. “Así pues la destrucción total no parece el horroroso final de una aberración colectiva, sino, por decirlo así, el primer peldaño de una eficaz reconstrucción”, escribe Sebald. No sé si esto les suena de las guerras de Ucrania o de Palestina. La reconstrucción es la invocación mágica del futuro que muchos no tendrán para conjurar el horror de un presente terrible.

Si el libro de Sebald es general,  otro  se pega más a la realidad. Lleva un titulo atractivo Prométeme que te pegarás un tiro. La narración tiene que ver con la aparición de los liberadores rusos en Alemania como parte avanzada de los aliados. Son historias de hombres, mujeres y niños en una ciudad de provincias, Demmin. Cuenta sus miedos, sus terrores ante el “horror ruso”.

El suicidio es la única salida que encuentra una gente castigada por una culpa inconcebible. Una ola de suicidios se impuso en Alemania y aparecieron diferentes formas de matarse: el veneno, el fusil, la pistola, el ahorcamiento, el ahogamiento en alguno de los tres ríos próximos de la ciudad o en las acequias de riego, el corte en las venas. “Durante su avance los soldados del Ejército Rojo, azuzados por su propia propaganda y desinhibidos por el alcohol cometieron un sinnúmero de crímenes. Las mujeres y niñas alemanas, desde las más jóvenes a las más ancianas, fueron sometidas a horribles abusos y verdaderas orgías de violación”. Otra manera de destrucción. Los cálculos dicen que fueron dos millones de mujeres  violadas por los soldados del Ejército Rojo. Europa era un continente negro.

“Oleadas de venganza y castigo inundaron todos los ámbitos de la vida europea” escribe Keith Lowe en Continente Salvaje. Primo Levi se vió abrumado por una “fuerte y amenazadora sensación de que en todas partes estaba presente una maldad irreparable y definitiva, y acurrucada en las entrañas de Europa y el mundo la semilla de un daño futuro”.

 Somos testigos en la televisión de la destrucción sistemática de Gaza o de los horrores de Ucrania. No existe 'Zona Cero',  para los europeos. En todo caso la difusa sensación de que el horror, ahora limitado, se pueda repetir universalizado.

Se han cumplido ochenta años del final de la Segunda Guerra Mundial. Se han celebrado pocos actos de recuerdo. Y nadie parece acordarse de lo que sucedió tras una conflagración que llevó el infierno a diferentes lugares.

Tantos años después los europeos demuestran no haber aprendido nada. Andamos jugando con fuego. Los interesados directos olvidaron los horrores para sobrevivir, las generaciones siguientes, los nietos, intentaron aclarar algunos de aquellos sucesos terribles. Nosotros,  más alejados, ya no sabemos nada y los que nos sucedan  sabrán mucho menos del horror individual y colectivo tras unas postguerras que son como todas las postguerras una acumulación de desastres. Poco se recuerda del horror que desencadenaron los alemanes. Como mucho los campos de exterminio y las matanzas industrializadas. Nada del horror que, como respuesta, pusieron en marcha los aliados. Nada de los sufrimientos y miedos inútiles de mujeres, niños y ancianos. En cuanto a los hombres y jóvenes conocían otras formas de horror, el de los frentes de combate.

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