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Nuevas masculinidades en la infancia protegida: desafíos y posibilidades en la práctica profesional
Los centros u hogares de protección a la infancia y la adolescencia no son ajenos a los sistemas de poder que estructuran nuestra sociedad. Muy al contrario, en muchos casos los reproducen, especialmente en lo que respecta a los roles de género. En estos contextos, atravesados por desigualdades históricas y relaciones de autoridad marcadas por la verticalidad, revisar críticamente la forma en que se entiende la masculinidad no sólo es pertinente: es urgente.
Durante décadas, los servicios de protección han funcionado bajo marcos de intervención donde la figura adulta se impone desde la distancia emocional, el control y el mandato de autoridad. Esta forma de operar —a menudo inconsciente- bebe directamente del modelo de masculinidad hegemónica descrito por el sociólogo R.W. Connell, quien denunció cómo la masculinidad tradicional se construye sobre la base de la dominación, la negación del afecto y la subordinación de todo lo que se percibe como “débil” o “femenino”.
Lo problemático es que este modelo no solo atraviesa a los niños, niñas y adolescentes con los que trabajamos, sino también a muchos de los profesionales que los atienden. En particular, preocupa la escasa presencia de hombres en roles de cuidado que ejerzan su función desde la afectividad, la ternura o la horizontalidad. ¿Dónde están los varones que saben escuchar, acoger, sostener emocionalmente? ¿Qué modelos masculinos ofrecemos a niños, niñas y adolescentes (NNA) que vienen de historias familiares donde sus referentes hombres han sido, muchas veces, fuente de daño, ausencia o violencia?
Desde mi experiencia en el ámbito de la protección, he comprobado que la incorporación de lo que hoy se conocen como nuevas masculinidades puede tener un impacto profundamente transformador. Lejos de ser una moda conceptual, esta perspectiva propone una masculinidad comprometida con la equidad, la corresponsabilidad, la expresión emocional y el rechazo de toda forma de violencia. Se trata, como bien ha trabajado el psicólogo Luis Bonino, de desplazar el eje de la virilidad tradicional hacia una ética del cuidado. No es casualidad que muchas de las resistencias a este enfoque provengan de la incomodidad que genera en quienes se han beneficiado de los privilegios asociados al género masculino.
El desafío, entonces, no es solo que haya más hombres en los equipos de intervención, sino que los que estén, lo hagan desde otra lógica. Que puedan vincularse con los NNA desde el respeto mutuo, sin ocultarse tras roles autoritarios o paternalismos salvadores. Que sepan sostener el conflicto sin reproducir la violencia. Que puedan ser referentes positivos, especialmente para adolescentes varones, quienes muchas veces reproducen patrones machistas como forma de defenderse del dolor y la inseguridad.
La pedagoga feminista Marina Subirats decía que educar en igualdad no consiste únicamente en enseñar a las niñas que pueden ser fuertes, sino también en permitir que los niños puedan ser vulnerables. Y eso, en el ámbito de la protección, es una tarea pendiente. Necesitamos generar espacios seguros donde los adolescentes puedan explorar otras formas de ser hombres, donde se legitime su miedo, su ternura, su deseo de ser cuidados. Para ello, metodologías como la justicia restaurativa —como destacan Ruiz-Gallardo y González-González— resultan especialmente útiles, ya que invitan a la responsabilidad sin castigo, a la reparación sin humillación.
Ahora bien, no podemos ignorar los obstáculos. Las instituciones de protección, como muchas otras, arrastran inercias difíciles de mover. La asociación entre autoridad y dureza sigue instalada en los imaginarios profesionales. Y, por desgracia, aún persiste una cierta desconfianza hacia el trabajo emocional, especialmente cuando lo realizan hombres. De ahí que la formación en género y masculinidades, como defiende Bustelo, sea una herramienta indispensable para los equipos educativos, técnicos y directivos.
En definitiva, integrar las nuevas masculinidades en los servicios de protección no es solo una mejora técnica: es un acto político. Supone cuestionar las bases mismas de cómo se construyen los vínculos, cómo se ejerce el poder, cómo se entiende el cuidado. Y también implica, como profesionales, mirarnos hacia dentro: revisar nuestras propias heridas, nuestras referencias, nuestros modos de habitar el rol que tenemos.
La infancia y la adolescencia que atendemos no necesita héroes ni salvadores. Necesita adultos disponibles, coherentes y capaces de vincularse desde la humanidad. Varones que sepan llorar con ellos, poner límites con respeto, reconocer sus errores y pedir perdón. Porque educar, cuidar y acompañar desde una masculinidad igualitaria no solo es posible: es necesario para romper los ciclos de violencia y abrir caminos hacia vidas más justas y dignas.
Este artículo se complementa con un resumen visual a modo de infografía elaborado por Vandita Garcia Garrido en el espacio “La Mochila de Vandi”.
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